Robado del blog 'The Watcher and the Tower', http://thewatcherblog.wordpress.com/
Hace unos días terminé de leer completa, por primera vez en mi vida, Los Invisibles de Grant Morrison.
“Ya te vale”, diréis algunos, y bueno, sí. Ya me vale. Pero quizás
haberla leído ahora, después de haberlo hecho con muchas otras obras
suyas, me da una perspectiva que no tendría de haberla leído en los
noventa, cuando tocaba. Porque Los Invisibles es una especie de
puesta a punto de una serie de ideas por parte de Morrison, un campo de
pruebas, una casi una obra de tesis para poner en orden sus teorías y
aplicarlas después a sus obras. O así lo veo yo, vamos. Y ahí radica su
mayor interés, además. Morrison se convirtió en Morrison escribiendo Los Invisibles
y experimentando dentro y fuera del papel, porque, de hecho, ambas
cosas acabaron siendo lo mismo. Morrison generó un personaje y una
cosmología propia que acabaron confundiéndose con su obra, y eso es algo
que inevitablemente hay que tener en cuenta al analizarla, y que además
le ha generado simpatías y antipatías por igual. No es el primero que
lo hace, evidentemente. Hay muchos escritores que han jugado a eso, pero
sin irnos muy lejos, el referente obvio es Alan Moore.
Antes que Morrison, Moore llegó a la magia como paso lógico e
inevitable en el proceso de la creación, y ha convertido muchos de sus
cómics en actos de magia, o trucos de magia.Y ésa es la
diferencia entre uno y otro: mientras que Moore, con su culto a Glycon
—una deidad romana que fue descrita como fraude ya en su época— parece
decirnos que todo es, o puede ser, un juego, una metáfora útil para
canalizar la creatividad, Morrison parece creérselo de verdad.
Da la impresión de importarle mucho más lo que piensen sus lectores de
sus creencias, y en ocasiones insiste en ciertos puntos de su
experiencia con una vehemencia extraña. Quiero decir que a Moore parece
importarle más bien poco lo que piensen de él.
Y es que ante este tipo de
cuestiones siempre termina saliendo a relucir la misma pregunta: ¿se lo
creen? ¿Son sinceros cuando hablan de magia y demás? Es natural. El fan,
intrigado, quiere saber si realmente este tipo de autores se creen lo
que dicen, si creen haber vivido lo que cuentan, o si se lo han inventado. Y lo que yo creo es que no importa en absoluto, porque no habría ninguna diferencia.
Porque todo esto trata, precisamente, de realidad y ficción. La magia está en crear, en la poietés
de los griegos, en el poder de la palabra. Contar historias es lo que
nos hace humanos y lo que nos permite alcanzar la verdadera
inmortalidad. ¿Os parece poco? ¿No os parece suficientemente maravilloso
que podamos nombrar las cosas y encerrarlas en cuatro letras? ¿Qué
sigamos leyendo obras escritas hace veinticinco siglos? ¿Por qué hoy en
día necesitamos saber si algo es ficción o realidad?
Lo preguntamos, de hecho, como si ambas cosas fueran excluyentes. El
empirismo nos ha llevado a ese estado de las cosas, ideal para el
desarrollo de algunas disciplinas, pero en esto nos limita. Por eso nos
preocupa que lo que nos cuenta Morrison sea mentira; no nos
damos cuenta de que, cuando lo verbaliza, lo hace real. El gran poder de
la ficción es ése, ser más real que la propia realidad. Nuestra
civilización hunde sus raíces en ficciones: el Poema de Gilgamesh, la obra de Homero —una ficción en sí mismo totalmente real—, la Biblia.
La ficción nos ha dado forma. La Historia está llena de invenciones que
los siglos han legitimado. Sin embargo millones de personas reales
mueren y caen en el olvido cada año, mientras que seres de ficción,
total o parcialmente, se convierten en iconos imborrables, en arquetipos
que inspiran y configuran nuestra realidad: Aquiles, Jesús, Arturo. Si
yo fuera cristiano, me daría exactamente igual que el Cristo existiera o
no realmente. Es irrelevante.
Y gente como Moore o Morrison lo que
intentan, precisamente, es romper esa barrera entre realidad y ficción,
que es muy reciente, que no siempre ha existido en los mismos términos
que hoy. Moore insiste en algunos artículos y entrevistas en esos textos
romanos que informan de apariciones de dioses en el campo de batalla
con el mismo tono rutinario con el que se consignan las armas rotas.
Pero más allá de eso, hay una línea de diálogo suya que creo que
contiene la esencia de este pensamiento mágico: “No subestimes a
los dioses: pese a su inexistencia en términos materiales, no por ello
son menos poderosos o menos terribles”. Es una frase de From Hell
que leí con veinte años y me cambió por completo mi manera de pensar.
De repente todo encajó y tuvo sentido, y determinadas ideas dejaron de
tenerlo. Y creo que en el fondo toda la obra de Moore y Morrison —y más
autores— es básicamente eso: tomar conciencia del poder increíble de la
palabra. Luego, claro, vienen los grandes sistemas, las mitologías. Se
arman grandes edificios derivados de esa inspiración que combinados con
conceptos tan antiguos como Platón dan cabida a todo lo que han hecho.
Las carreras de ambos, en este punto, buscan sobre todo eso: explicar
con un solo modelo todo lo que han hecho. Y luego, claro, viene el
ritual, el ornamento, porque eso también es importante. Moore lo sabe
muy bien. Para él el acto mágico, estoy convencido, es sentarse a
escribir. La droga, el rito, los viajes, son metáforas que
explican y ayudan a desarrollar la capacidad creadora. Dentro de ese
ritual, de ese cuestionamiento constante de los límites entre realidad y
ficción, caben cosas como su encuentro con John Constantine en un bar,
el juego que se trae con Glycon, o las representaciones mágicas. “Me lo
inventé todo y al final resultó ser cierto”, dice otro personaje de From Hell.
Ése es el truco. Si diluyes la barrera entre realidad física y ficción,
entonces puedes saltar de una a otra constantemente, mezclarlas,
confundirlas, sustituirlas. Puedes conseguir que no haya diferencia
alguna.
El caso de Morrison no sé si
es igual al de Moore. Siempre me ha dado la sensación de tener la pose
mucho más estudiada, y no sé explicar muy bien por qué. Quizás porque no
vino después, claro, pero también porque en sus declaraciones hay una
seriedad, un ansia de trascendencia y de ser creído que no siempre veo
en Moore. Pero ya digo, es irrelevante si se lo cree o si se está quedando con nosotros. Morrison afirmó estar haciendo magia mientras escribía Los Invisibles.
Se rapó la cabeza para convertirse en su protagonista, enfermó cuando
éste enfermó, y achaca gran parte de lo que hizo en la serie a una
experiencia mágica, un contacto con otras consciencias que tuvo en
Katmandú. En Los Invisibles —y en muchas otras obras suyas—
existe la idea de que hay otra realidad a la que acceder a través de la
palabra y la ficción. En la serie aparece una droga que hace que
palabras escritas se hagan reales. “Cuidado con lo que escribes. Podría
hacerse realidad”, dice en un momento dado uno de sus personajes. Se
especula con un alfabeto con más letras, que permitiría reconfigurar
nuestra realidad. Así que sí, yo creo que en el fondo todo es tan
sencillo y tan complicado como eso.
Y de momento, paro. Empecé
este texto con la idea de que fuera una reseña más o menos larga de la
serie, pero me temo que me he liado tanto que es mejor dejarlo aquí y
dejar Los Invisibles para mañana.
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