jueves, 26 de julio de 2012

Macedonio, una leyenda de Buenos Aires



Es uno de los autores más originales de la literatura hispanoamericana. A más de 50 años de su muerte, sus textos todavía ofrecen claves y sorpresas. De él se ha dicho que es el "eslabón perdido" de la literatura argentina, el "antepasado moral común" de escritores como Jorge Luis Borges, Leopoldo Marechal, Oliverio Girondo y Julio Cortázar.
 
Por Roberto Bardini
Macedonio Fernández
Rebanadas de Realidad - Bambú Press, México, 01/06/05.- El interés de Macedonio Fernández por la filosofía, la psicología y las ciencias, sobre todo la física, contribuyó a una formación ecléctica y erudita. Quizá por eso su obra permanece aún hoy inclasificable.
"Su fárrago apabullante desafía cualquier orden y despista cualquier investigación; su multifacética inventiva despliega la genialidad humana en su máximo esplendor; sus prodigiosos hallazgos del pensar-escribiendo logran construir un mundo extraño, imaginativo y fantástico", escribe Ana María Camblong ("El paisaje del pensar. Macedonio en Misiones", Sed, suplemento de cultura del diario El territorio, 18 de abril de 2000).
Nacido el mismo año que Leopoldo Lugones y siete años menor que Roberto Payró, aunque es parte de la generación del 900, Macedonio Fernández ingresa al mundo de la literatura impresa recién en 1924, cuando ya han fallecido varios de sus contemporáneos.
"Prefirió la soledad, la obra escrita a contramano y en el anonimato, la publicación ocasional u obligada y que nada concluye, la actitud iconoclasta hasta para consigo mismo", dice el crítico y ensayista uruguayo Emir Rodríguez Monegal ("Macedonio Fernández, Borges y el ultraísmo", revista Número Nº 19, Montevideo, abril-junio de 1952).

Datos terrenales
Macedonio nace en Buenos Aires el primero de junio de 1874. Es hijo de Macedonio Fernández, abogado y estanciero -alguna biografía apunta que también fue militar- y de Rosa del Mazo Aguilar Ramos. Asiste al Colegio Nacional y más tarde estudia Derecho y Ciencias Sociales en la Universidad de Buenos Aires, donde es condiscípulo y amigo de Jorge Borges, padre de Jorge Luis. Con Borges padre comparte el interés por el estudio de la psicología y por la filosofía de Arthur Schopenhauer.
Durante 1891-1892, como estudiante universitario, Macedonio publica una serie de crónicas costumbristas en El Progreso, un periódico literario dirigido por su primo Octavio Acevedo. En 1896 comienza a escribir artículos para revistas y diarios.
En 1897, egresa de la Universidad como doctor en jurisprudencia. Con el diploma en la mano, lo primero que hace ese año es participar con varios amigos de un proyecto para la fundación de una colonia socialista en la selva de Paraguay. La comuna se iba a establecer en la propiedad que la familia de Julio Molina y Vedia tenía en el país vecino. El clima, el terreno, y los mosquitos derrotaron a los utopistas. Fue "mi más grande crisis de los 22 años, cuando yo era anarquista spenceriano", escribirá Macedonio. Aunque era amigo de Juan B. Justo y José Ingenieros, nunca se sintió atraído por el socialismo.
En 1901 se casa con Elena de Obieta, con quien tiene cuatro hijos: Macedonio, Adolfo, Jorge y Elena. Vive en Bartolomé Mitre 2120 y es miembro del Club Gimnasia y Esgrima.
En 1905 inicia su correspondencia con el filósofo y psicólogo estadounidense William James, hermano del escritor Henry James. La relación epistolar se mantiene hasta la muerte de James en 1911.
Durante 25 años, Macedonio ejerce la abogacía sin demasiado entusiasmo. En 1910, acepta el nombramiento como fiscal en el Juzgado Letrado de Posadas (Misiones), donde también es director de la biblioteca y conoce al escritor Horacio Quiroga. Leguleyos y burócratas locales conspiran contra "el porteño" y logran dejarlo cesante. Durante mucho tiempo se contará como anécdota que perdió el cargo porque nunca condenó a nadie.
Su esposa fallece en 1920, luego de una operación quirúrgica, y los cuatro hijos quedan al cuidado de abuelos y tías. Macedonio abandona la profesión de abogado. Vive austeramente en pensiones del barrio Once y Tribunales. Sus únicas posesiones son un sartén, un calentador Primus, una pava para el mate, una guitarra y una fotografía de William James. Medita, escribe, toca la guitarra, escucha música. Recibe las visitas de dos españoles notables: el periodista y escritor Ramón Gómez de la Serna y el poeta Juan Ramón Jiménez.
En 1947, luego de dos décadas de deambular por modestos hospedajes y casas de amigos, se va a vivir al amplio departamento de su hijo Adolfo de Obieta, frente al Jardín Botánico. Se dedica exclusivamente a escribir una obra que comenzará a editarse después de su muerte.

A espaldas de su generación
"Mientras Hispanoamérica vivía su gloriosa aventura modernista, Macedonio vivía un silencioso período de preparación", apunta Jo Anne Engelbert en "El proyecto narrativo de Macedonio" (Museo de la novela de la Eterna, edición crítica de Ana María Camblong y Adolfo de Obieta, Colección Archivos, Madrid, 1993).
Cuando Payró y Lugones ya eran conocidos, Macedonio se aparta de los estilos convencionales y continúa en la búsqueda de la imaginación creadora. "Él pareció haber elaborado, en olvidadas casas de pensión bonaerenses, entre papeles desordenados y una guitarra, envuelto en incontados sacos de lana, a espaldas de su generación, el instrumento intelectual y poético con que superarla", escribe Rodríguez Monegal en "Macedonio Fernández, Borges y el ultraísmo".
En la novela convencional el lector "cree" voluntariamente lo que lee y se identifica con las situaciones y los personajes. A eso Macedonio lo define despectivamente como "alucinación". Él persigue otro objetivo: "He logrado en toda mi obra escrita ocho o diez momentos en que, creo, dos o tres renglones conmueven la estabilidad, la unidad de alguien".
La producción literaria de Macedonio es intensa pero alejada de los grupos literarios de su época. Rescribe permanentemente y siempre mantiene sus textos en situación "previa" a la impresión. Sólo ante la insistencia de amigos publica No toda es vigilia la de los ojos abiertos en 1928.
Al año siguiente se imprime Papeles de recienvenido. A partir de ahí, salvo algunas publicaciones ocasionales de artículos y ensayos en revistas, su obra queda reservada a un pequeño público de escritores. Jorge Luis Borges escribe en 1961: "Macedonio nos proponía el ejemplo de un modo intelectual de vivir". 

La admiración de Borges
En Fervor de Buenos Aires, el primer libro de poesía publicado por Borges en 1923, hay un poema que se titula "La plaza San Martín" y tiene una dedicatoria: "A Macedonio Fernández, espectador apasionado de Buenos Aires". Alguien dijo, burlonamente que Macedonio fue para Borges el equivalente a Sócrates. El autor de El Aleph intentó, sin lograrlo, ser Platón.
En 1952, después que Macedonio muere, Borges lee un homenaje ante su tumba, en el que reconoce: "Yo por aquellos años lo imité, hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto plagio. Yo sentía: Macedonio es la metafísica, es la literatura. Quienes lo precedieron pueden resplandecer en la historia, pero eran borradores de Macedonio, versiones imperfectas y previas. No imitar ese canon hubiera sido una negligencia increíble".
Tiempo después, en una extensa entrevista, el autor de Ficciones vuelve sobre el tema: "Yo le robé un poco los papeles a Macedonio: Macedonio no quería publicar, no tenía ningún interés en publicar, y no pensó en lectores tampoco. Él escribía para ayudarse a pensar, y le daba tan poca importancia a sus manuscritos, que se mudaba de una pensión a otra por razones, bueno, fácilmente adivinables. [...] Con los amigos decíamos: ¡Qué suerte la nuestra!, haber nacido en la misma ciudad, en la misma época, en el mismo ambiente que Macedonio" (Oswaldo Ferrari, Diálogos, Seix Barral, Barcelona, 1992).
Macedonio, a su vez, es muy generoso con su admirador. En el epígrafe de "Cirugía psíquica de extirpación", cuento publicado en 1941 en la revista Sur, comenta: "Nací porteño y en un año muy 1874. Todavía no, pero muy poco después empecé a ser citado por Jorge Luis Borges, con tan poca timidez de encomios que por el terrible riesgo a que se expuso con esta vehemencia comencé a ser yo el autor de lo mejor que él había producido. Fui un talento de facto, por arrollamiento, por usurpación de la obra de él. Qué injusticia, querido Jorge Luis, poeta del 'Truco', de 'El general Quiroga va al muere en coche', verdadero maestro de aquella hora" (Sur Nº 84, septiembre de 1941).
Borges figura en la historia literaria como cuentista y, en menor grado, como poeta y ensayista. Nunca escribió una novela. ¿Qué habrá pensado al leer esta línea de su admirado Macedonio: "Fatuo academismo es creer en el cuento; fuera de los niños nadie cree".

El arte de ser escuchado
A Macedonio le gustaba reunirse con amigos y conversar. Era muy creativo, tenía ideas originales y exhibía un humor punzante. Sin embargo, hablaba con modestia. Escritores, poetas, músicos e intelectuales sucumbían ante su fascinación y lo escuchaban durante horas.
Raúl Scalabrini Ortiz lo describe así: "Es suave y cauto para hablar. No prodiga sus palabras. Escucha en silencio, pero si su interlocutor se desvía del recto camino, Macedonio le orienta con interrogaciones socráticas, articuladas negligentemente. Destruye las vehemencias sin atacarlas, oponiéndoles un concesivo '¿le parece?' que es una invitación a reflexionar ("Macedonio Fernández, nuestro primer metafísico", revista Nosotros N° 228, mayo de 1928).
Tomás Eloy Martínez también entrevistó a Borges, quien recordó las reuniones de Macedonio y sus oyentes: "Su excelencia estaba en el diálogo, y tal vez por eso pueda asociárselo a genios que no escribieron nunca, como Sócrates o Pitágoras, o aún como Buda o Cristo. Lo primordial era su compañía" (diario La Opinión, Buenos Aires, 23 de junio de 1974).
En la entrevista ya mencionada con Oswaldo Ferrari, Borges relata que un grupo de amigos se juntaba todos los sábados en la confitería La Perla, en la esquina de Rivadavia y Jujuy, en Once, para escuchar a Macedonio:
"Nos reuníamos más o menos alrededor de medianoche, y nos quedábamos hasta el alba oyéndolo [...]. Y Macedonio hablaba cuatro o cinco veces cada noche, y cada cosa que decía, él la atribuía -por cortesía- al interlocutor. De modo que empezaba siempre diciendo -él era muy criollo para hablar-: 'Vos habrás observado, sin duda'; y luego una observación en la que el otro nunca había pensado. Pero a Macedonio le parecía más... más cortés atribuir sus pensamientos al otro, y no decir 'yo he pensado tal cosa', porque le parecía una forma de presunción o de vanidad".
Rodríguez Monegal escribe en "Macedonio Fernández, Borges y el ultraísmo", ya citado:
"Instalado en su Buenos Aires, atento a sus costumbres y usos, [...] censor del idioma y de la mitología que la propia ciudad iba creando, Macedonio pudo recoger aquellos rasgos permanentes, aquellas constantes del alma porteña y pudo fijarlas en sus páginas bajo la máscara del criollismo. La haraganería y el desorden, el rodeo y las disculpas, el gusto por farolear y la novelería de lo superficial, las instituciones nacionales (a saber: la siesta, los brindis, las inauguraciones de monumentos, los latosos de esquina que sujetan a sus víctimas por las solapas), la cachada y la viveza, [...] todos esos rasgos, en fin, con los que podría configurarse un tratado del porteño, y que él en vez de sistematizar prefirió recoger, con sus infinitas variantes, con sus improvisaciones a veces geniales, en páginas breves y desiguales".

Humorista, raro y libre
En 1892, Macedonio firma algunos artículos costumbristas en El Progreso, periódico que dirige su primo Octavio Acevedo. Aunque apenas tiene 17 o 18 años, ya exhibe su humor:
"Hace algunos días fui a una casa de baños [...] donde se ofreció a mis ojos el espectáculo más pintoresco que imaginarse pueda. El traje de etiqueta de los que allí se solazaban, era adanesco; saco a lo Adán, pantalón como Adán y, en fin, todas las demás prendas del vestido eran igualitas a las que estaban de moda en tiempo del que tuvo por mujer a su costilla. Primera observación: esta uniformidad de trajes ¿qué indica?: acuerdo de opiniones, y, por consiguiente, democracia absoluta".
En su vida familiar, Macedonio era capaz de intentar -con toda la naturalidad del mundo- usar un vaso como martillo contra un clavo. Adolfo de Obieta describe en Mi padre, Macedonio Fernández algunos rasgos del escritor:
"Creo que mi padre ha sido la persona más 'rara' que habré conocido, más natural y sinceramente diferente. Sus ideas, sus costumbres, su arte, sus planteos y soluciones teóricas y prácticas parecían seleccionadas de la antología de la heterodoxia. [...] Vivía en humor, en poesía, en libertad, en fantasía. Si jugaba al florete en la cuidada sala familiar y atravesaba de pronto el respaldo de una butaca finamente tapizada, como si furtivamente sustituía el tónico de un frasco por agua de la canilla para librarnos de la farmacia, era con espontaneidad absoluta. Sus ideas sobre la educación, el gobierno, la estructura social, la guerra, la música, la mujer, la universidad, la higiene, el deporte, los idiomas, la orquesta, las academias, siempre eran pensadas por sí mismo, fruto inviolable de la experiencia. Pero no sólo sus ideas: sus hábitos como ciudadano, como padre, como comensal o artista, todo era tan heterodoxo como sincero".
En 1927, Macedonio se postula como candidato a presidente de la nación. Es un pretexto para desplegar una campaña electoral surrealista, con la complicidad de sus amigos. Fue "vencido" por Hipólito Irigoyen.
Poco después de la muerte de su esposa, Macedonio va a la oficina de un amigo, se sienta y escribe de un tirón el poema "Elena Bellamuerte", hoy considerado una obra maestra. Al terminar lo guarda en una lata de bizcochos y se va. El manuscrito se descubre en 1940. Su hijo Adolfo lo envía a la revista Sur, que lo publica al año siguiente.
En 1943 escribe: "El mayor peligro que se corre publicando a esta altura de la vida una novela es que se nos ignore la edad: la mía es de 73, y espero que esto me evitará un prospectivo juicio como: '...siendo la primera novela del autor, le auguramos un halagüeño porvenir si persevera con firme voluntad y disciplina en sus inauguraciones estéticas. De todos modos, esperamos sus futuras obras para cerrar nuestro juicio definitivo'. Con tal postergación, me quedo sin posteridad".
Una muestra de su humor, breve y absurdo, se lee en estas líneas: "Eran tantos los que habían faltado al banquete que si falta uno más no caben en la sala".
Museo de la novela de la Eterna no es una novela ni pretende serlo. Tiene 56 prólogos, a cual de todos más desopilante, y ahí está su auténtica intención. Lo que sigue a los prólogos, carece deliberadamente de fuerza y al final queda sin terminar para que el lector la continúe a su gusto. Definida como "novela collage", según los críticos inaugura la "literatura inasible con su escritura intencionalmente fragmentaria, desordenada y descentrada".

Dejad que las editoriales vengan a mí
A Macedonio nunca le interesó publicar sus libros. Son amigos argentinos, mexicanos, peruanos y españoles, además de su hijo Adolfo, los que se encargan de hacerlo por él.
En "El proyecto narrativo de Macedonio", Jo Anne Engelbert señala que con la excepción de No toda es vigilia..., todos los libros preparados para la publicación antes de su muerte en 1952 fueron rescatados y entregados a editoriales por otros.
Su primer texto No todo es vigilia la de los ojos abiertos, un largo ensayo metafísico, sale de la imprenta en 1928 por insistencia de Marechal y Scalabrini Ortiz. Su título original es No toda es vigilia la de los ojos abiertos: Arreglo de papeles que dejó un personaje de novela creado por el arte, Deunamor el No Existente Caballero, el estudioso de su esperanza.
Según Borges, Papeles de Recién venido se edita en 1929, gracias a "una generosa conspiración" tramada por el escritor mexicano Alfonso Reyes, quien favoreció a muchos autores argentinos.
Engelbert relata que Una novela que comienza es rescatada por el escritor peruano Alberto Hidalgo, quien junto con su compatriota Luis Alberto Sánchez impulsa su publicación en la editorial Ercilla, de Chile. Sánchez, político y educador, ordena los originales e incluye un prólogo.
El poeta santafecino Marcos Fingerit publica en 1942 una colección de poemas de Macedonio en un pequeño volumen titulado Muerte es Beldad. Ahí aparece la versión original de "Elena Bellamuerte", apenas descubierta en la lata de bizcochos guardada en el armario de un despacho jurídico.
El escritor y periodista español Ramón Gómez de la Serna organiza una nueva y más amplia versión de Papeles de Recienvenido, que publica la editorial Losada en 1944.
El último libro preparado por Adolfo de Obieta para su publicación en vida de Macedonio fue Poemas, que imprimió póstumamente la editorial mexicana Guarania en 1953. También se publican en forma póstuma Museo de la novela de la Eterna (1967), Cuadernos de todo y nada (1972) y Adriana Buenos Aires (1974). Este último año, la editorial argentina Corregidor comienza a editar los diez tomos de sus Obras Completas.

Filósofo, poeta y novelista
Macedonio Fernández muere el 10 de febrero de 1952, a los 78 años, lúcido hasta el último instante.
Leopoldo Marechal, uno de sus mejores discípulos, dice que Macedonio pertenece a la categoría de los que "dejan de ser hombres de la literatura para pasar a ser verdaderas leyendas de Buenos Aires". Gómez de la Serna lo define como "el que más ha influido en las letras dignas de leerse". Ulyses Petit de Murat lo llama "semidiós acriollado".
En cambio, Adolfo Bioy Casares, esquiva el elogio: "Macedonio Fernández me parece ilegible. Creo que debía ser un sabio oral, pero que no ha dejado casi nada que se pueda leer" ("Conversando con Bioy Casares: una invitación al viaje", entrevista de Tomás Barna, abril de 1997).
Borges, amigo de Bioy y admirador de Macedonio, lo describe con sincera elocuencia, en la despedida frente a su tumba:
"Un filósofo, un poeta y un novelista mueren en Macedonio Fernández, y esos términos, aplicados a él, recobran un sentido que no suelen tener en esta república.
"Filósofo es, entre nosotros, el hombre versado en la historia de la filosofía, en la cronología de los debates y en las bifurcaciones de las escuelas; poeta es el hombre que ha aprendido las reglas de la métrica (o que las infringe, ostentosamente) y que sabe, también, que puede versificar su melancolía, pero no su envidia o su gula, aunque tales pasiones sean fundamentales en él; novelista es el artesano que nos propone cuatro o cinco personas (cuatro o cinco nombres) y los hace convivir, dormir, despertarse, almorzar y tomar el té hasta llenar el número exigido de páginas. A Macedonio, en cambio, como a los hindúes, las circunstancias y las fechas de la filosofía: no le importaron, pero sí la filosofía. Fue filósofo, porque anhelaba saber quiénes somos (si es que alguien somos) y qué o quién es el universo. Fue poeta, porque sintió que la poesía es el procedimiento más fiel para transcribir la realidad. Macedonio, pienso, pudo haber escrito un Quijote cuyo protagonista diera con aventuras reales más portentosas que las que le prometieron sus libros. Fue novelista, porque sintió que cada yo es único, como lo es cada rostro, aunque razones metafísicas lo indujeron a negar el yo. Metafísicas o de índole emocional, porque he sospechado que negó el yo para ocultarlo de la muerte, para que, no existiendo, fuera inaccesible a la muerte.
"Toda su vida, Macedonio, por amor de la vida, fue temeroso de la muerte, salvo (me dicen) en las últimas horas, en que halló su coraje y la esperó con tranquila curiosidad.
[...] Las mejores posibilidades de lo argentino -la lucidez, la modestia, la cortesía, la íntima pasión, la amistad genial- se realizaron en Macedonio Fernández, acaso con mayor plenitud que en otros contemporáneos famosos. Macedonio era criollo, con naturalidad y aun con inocencia, y precisamente por serlo, pudo bromear (como Estanislao del Campo, a quien tanto quería) sobre el gaucho y decir que éste era un entretenimiento para los caballos de las estancias.
"[...] Definir a Macedonio Fernández parece una empresa imposible; es como definir el rojo en términos de otro color; entiendo que el epíteto genial, por lo que afirma y lo que excluye, es quizá el más preciso que puede hallarse. Macedonio perdurará en su obra y como centro de una cariñosa mitología. Una de las felicidades de mi vida es haber sido amigo de Macedonio, es haberlo visto vivir".

Veinte motivos para leer a Oliverio Girondo


 Oliverio Girondo nació el 17 de agosto de 1891 en Buenos Aires en el seno de una familia adinerada, lo que le permitió desde niño viajar a Europa. Gracias a esto estudió en París y en Inglaterra. Escribió y publicó desde muy joven.
Participó en las revistas que señalaron la llegada del ultraísmo (la primera vanguardia que se desarrolló en Argentina), como Proa, Prisma y Martín Fierro, en las que también escribieron Jorge Luis Borges, Raúl González Tuñón, Macedonio Fernández y Leopoldo Marechal, la mayoría de ellos del Grupo de Florida que en contraposición al Grupo de Boedo se caracterizaba por su estilo elitista y vanguardista.
Girondo fue uno de los animadores principales de ese movimiento. Y ejerció influencia sobre poetas de las generaciones posteriores, entre ellos el surrealista Enrique Molina, con quien tradujo Una temporada en el infierno, de Arthur Rimbaud.
Sus primeros poemas, llenos de color e ironía, superan el simple apunte pintoresco y constituyen una exaltación del cosmopolitismo y de la nueva vida urbana e intentan una crítica de costumbres.
En 1926, en un almuerzo organizado en honor a Ricardo Güiraldes, conoció a Norah Lange, poetisa con la cual se casó en 1943 y con quien emprendería innumerables viajes.
Desde 1934 mantuvo una importante amistad con Pablo Neruda y Federico García Lorca, quienes por esa época se hallaban en Buenos Aires. A partir de 1950 comenzó también a pintar con una orientación surrealista, aunque nunca expuso sus cuadros.
Su último libro, "En la masmédula" (1953), es un desesperado intento de expresión absoluta. Enrique Molina señaló: "Hasta la estructura misma del lenguaje sufre el impacto de la energía poética desencadenada en este libro único. Al punto que las palabras mismas dejan de separarse individualmente para fundirse en grupos, en otras unidades más complejas, especie de superpalabras con significaciones múltiples y polivalentes, que proceden tanto de su sentido semántico como de las asociaciones fonéticas". Algunos críticos relacionaron este último gesto vanguardista de Girondo con un libro igualmente desesperado, constructor y destructor del sentido: "Trilce", del peruano César Vallejo.
En 1961 sufrió un accidente muy grave que lo dejó imposibilitado físicamente. Murió el 24 de enero de 1967.
Arte de Ultimar
Por Juan Sasturain

Cinco por la negativa: las carencias

Uno. No saber quién es. Es el mejor motivo y el que a él más le hubiera gustado. Enterarse de que es –para muchos– el mejor poeta argentino del siglo XX es un dato que puede despertar al menos la curiosidad, primer paso hacia la posibilidad de tener una aventura; quiero decir: una experiencia que nos cambie la vida. Conocer a Girondo vale la pena precisamente por eso: te deja diferente de cómo te encontró.

Dos. No haberlo leído. Es una suerte, como no haber leído todavía a Pessoa o a Pound. O no haber ido a China o no conocer Africa. Se te abre un mundo desconocido, una puerta. A mí me pasó cuando tenía algo más de veinte, en la segunda mitad de los ‘60, y el Centro Editor lo reeditó en una colección barata y popular. Después encontré la edición de Losada de Persuasión de los días, de 1942, en Fray Mocho. Es lo que más me gusta de él. La tengo todavía.

Tres. No leer poesía en general. Oliverio está especialmente indicado para los prejuiciosos o escaldados por algún contacto negativo con textos poéticos que les provocaron desconcierto/rechazo/alergia/fastidio. Girondo se entiende y se disfruta. No necesita exégetas ni mediadores letrados (que los hay, casi en exceso). Jamás un libro suyo se te cae de la mano. Reconcilia con la poesía.

Cuatro. Estar amargado / estar engrupido. La lectura de Girondo (como la de Drummond de Andrade, por ejemplo) vacuna contra la estupidez de la queja sistemática y/o la autosatisfacción del acomodado en su molde comprado a plazos. Ni la hipocresía ni la autoconmiseración.

Cinco. Querer amasijarse / ser un boludo alegre. Incluso en sus momentos más jodones y festivos, Girondo habla en serio: nunca es solemne; y en los momentos de mayor desesperación –que los tiene– tiene la humildad de admirar el Misterio de lo dado y reconocer el Error, la soberbia pretensión manipuladora de saberes e instituciones (incluso el mismísimo lenguaje). Por eso nunca es patético. Te cura de la soberbia elocuente (regodeo en el sinsentido) y de la ignorante (hacerse el boludo).

Cinco por la positiva: los libros

Seis. Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922) y Calcomanías (1925). Su primer libro, desprejuiciado fundador de la vanguardia argentina de los ‘20, son viñetas, croquis, apuntes tomados al paso de Mar del Plata a Venecia, de Buenos Aires y Río de Janeiro a Venecia. Ahí está el “Exvoto”: “Las chicas de Flores se pasean tomadas de los brazos para transmitirse los estremecimientos, y si alguien las mira en las pupilas, aprietan las piernas del miedo de que el sexo se les caiga en la vereda”. Famoso. El segundo salió en España, con dibujos suyos. “Calle de las sierpes”, Sevilla, 1923: “Cada doscientos cuarenta y siete hombres / trescientos doce curas / y doscientos noventa y tres soldados / pasa una mujer”.

Siete. Espantapájaros (1932). El primero editado en Buenos Aires, y el más perfecto hasta entonces. Dos docenas de breves prosas inolvidables, algunas inquilinas habituales de toda antología: las setenta y dos acciones amorosas del texto 12. “Se miran se presienten se desean / se acarician se besan se desnudan / se respiran se acuestan se olfatean”. Las maravillosas maldiciones del 21: “Que te enamores tan locamente de una caja de hierro que no puedas dejar, ni un momento, de lamerle la cerradura”. Qué bárbaro.

Ocho. Persuasión de los días (1942). Son poemas existenciales, si cabe; la pura intemperie espiritual sin ningún tipo de franela compensatoria. “Dicotomía incruenta”: “Siempre llega mi mano / más tarde que otra mano que se mezcla a la mía / y forman una mano (...) Por eso es muy posible que no acuda a mi entierro / y mientras me riegan de lugares comunes / yo me encuentre en la tumba / vestido de esqueleto / bostezando los tópicos y los llantos fingidos”.

Nueve. Campo nuestro (1946). Ya a fines del ’30 había vuelto –con la crisis, con la guerra, con el desastre europeo– a mirar para adentro, a reflexionar sobre la cuestión nacional: la cultura, la economía, incluso el paisaje. Hay varias versiones, hasta el cincuenta, de sus poemas a la (redescubierta) pampa primordial, vaca madre, plana nada elocuente. Es el Girondo menos conocido y manipulable.

Diez. En la masmédula (1956). Es el final, el salto en el vacío experimental, la ruptura de las palabras y de la sintaxis, la busca absoluta. Es el Girondo que seduce a surrealistas tardíos (Molina) y marca el camino de la puesta en tensión extrema del instrumento que empujará a la larga a algunos de los mejores, como Lamborghini, a sus propios confines. “El puro no”: “El no / el no inóvulo / el no nonato / el noo (...) / el macro no ni polvo / el no más nada todo / el puro no / sin no”. Apaga y vámonos.

Cinco por cuestión de salud

Once. Saber reír. Con Girondo, el humor irrumpe en la poesía argentina como un pedo en misa, un chiste verde en un velorio, un codazo en un desfile. Se da y concede permisos. Del humor ingenioso –que comparte con Ramón Gómez de la Serna, por ejemplo– saltará al humor negro y escatológico. No es un adorno, ni un chiste. Es una manera (la única digna) de mirar el mundo.

Doce. Cagarse en (casi) todo. La irreverencia (“¡Se celebra el adulterio de la Virgen María con la Paloma Sacra!”, de “Verona”) y la provocación iconoclasta que picotea los bordes de los tabúes con ingenio y desparpajo tienen una violencia corrosiva inusitada. Espantapájaros, por ejemplo, no es sólo una provocación sino un libro memorable, único para su época y para nuestra cultura.

Trece. Saber enojarse. Girondo no es un ruidoso payaso oportunista íntimamente integrado sino un observador feroz de la sociedad y las costumbres perversas de su tiempo. “Lo que esperamos”: “Yo sé que todavía / los émbolos / la usura / el sudor / las bobinas / seguirán produciendo / al por mayor / en serie / iniquidad / ayuno / rencor / desesperanza / para que las lombrices con huecos portasenos / las vacas de embajada / los viejos paquidermos de esfínteres crinudos / se sacien de adulterios / de hastío / de diamantes / de caviar / de remedios”.

Catorce. Celebrar la vida. Porque a la hora de reconciliarse con el mundo, ya despojado del “miasma” del comercio humano, a contrapelo de una “civilización” descaminada, Girondo descubre –y sabe revelar para nosotros– el soberano estupor ante lo natural visto con mirada adánica. “Inagotable asombro”: “Este perro / este perro / ¡Indescriptible! / ¡Unico! / (...) Cotidiano, inaudito / que demuestra el milagro / que me acerca al Misterio / que dan ganas de hincarse / de romper una silla”.

Quince. Angustiarse en serio. Pocas veces en la poesía contemporánea –en la latinoamericana, sólo en Vallejo– la expresión de la angustia ante las cuestiones de sentido que atraviesan al poeta en vida y muerte, alcanza la radicalidad –sin clichés ni recetas verbales o existenciales– del último Girondo. En la masmédula es, como sucede con un solo de Parker, un gesto definitivo e irreductible.
Y cinco porque sí

Dieciséis. El nombre que le pusieron. Llamarse así no suele ser gratis. Qué hace alguien que se llama así. Y de chiquito. Hay que bancársela. Creo que en su caso fue un estímulo: debió estar a la altura, con ese nombre de payaso, equilibrista o político radical al estilo Crisólogo Larralde. Toda su obra es un comentario, una prolongada digresión tragicómica a partir de su nombre.

Diecisiete. La cara que tenía. También tuvo que hacer algo con la cara, remontarla. En eso, como Macedonio (otro que vino con un plus nominativo), ganó cara y equívoca venerabilidad con el tiempo. Era de ojos saltones, dientudo y con mentón fugitivo: las caricaturas de la época son alevosas. La barba lo disfrazó, pero operando al revés de las caretas: lo puso grave, reservando la gracia y la ironía para los ojos.

Dieciocho. Las cosas que hacía. Las jodas famosas, la prolongada estudiantina, su espíritu juguetón, iconoclasta. El memorable lanzamiento por calle Florida, en coche fúnebre, de Espantapájaros, con el muñeco de la tapa, dibujado por Bonomi, convertido en escultura de papel maché, y con chicas vendiendo el libro.

Diecinueve. La mujer con la que se casó. Un hombre también se justifica/explica por las mujeres que amó y lo amaron. Oliverio conoció a la brillante colorada Norah Lange en 1926 y se casaron en el ‘43. Fue su mujer, su amiga, su cómplice talentosa. La oradora de banquetes que supo reunir en Estimados congéneres, la memoriosa de Cuadernos de infancia, la novelista de Personas en la sala.

Veinte. Las fechas del almanaque. Acaso sea un pretexto que hoy, 24 de enero, se cumplan 44 años de la muerte de Oliverio, en el verano de 1967. Norah lo sobrevivió sólo cinco más. El otro pretexto que nos da el almanaque para leer a Girondo es que este año, el 17 de agosto, se cumplen 120 de su nacimiento en 1891. A ver si nos acordamos.


N.de la R.: Esta nota fue publicada en la contratapa de Página 12 del 24/01/2011.

Cuatro Microrrelatos de Fredric Brown

 

 

Cero en geometría

Henry miró el reloj. Dos de la madrugada. Cerró el libro con desesperación. Seguramente que mañana sería reprobado. Entre más quería hundirse en la geometría, menos la entendía. Dos fracasos ya, y sin duda iba a perder un año. Sólo un milagro podría salvarlo.
Se levantó ¿Un milagro? ¿Y por qué no? Siempre se había interesado en la magia. Tenía libros. Había encontrado instrucciones sencillísimas para llamar a los demonios y someterlos a su voluntad. Nunca había hecho la prueba. Era el momento, ahora o nunca.
Sacó del estante el mejor libro sobre magia negra. Era fácil. Algunas fórmulas. Ponerse al abrigo en un pentágono. El demonio llega. No puede nada contra uno, y se obtiene lo que se quiera. Probemos.
Movió los muebles hacia la pared, dejando el suelo limpio. Después dibujó sobre el piso, con un gis, el pentágono protector. Y después, pronunció las palabras cabalísticas. El demonio era horrible de verdad, pero Henry hizo acopio de valor y se dispuso a dictar su voluntad.
–Siempre he tenido cero en geometría –empezó.
–A quién se lo dices … –contestó el demonio con burla.
Y saltó las líneas del hexágono para devorar a Henry, que el muy idiota había dibujado en lugar de un pentágono.

Llamada

El último hombre sobre la tierra está sentado a solas en una habitación. Llaman a la puerta.

La condena

Charley Dalton, astronauta procedente de la Tierra, había cometido un grave delito hacía menos de una hora tras su llegada al duodécimo planeta que orbitaba en torno a la estrella Antares. Había asesinado a un antariano. En la mayoría de los planetas, el asesinato era un delito y en otros un acto de civismo. Pero en Antares era un crimen capital.
- Se le condena a muerte – sentenció solemnemente el juez antariano -. La ejecución se llevará a cabo mediante una pistola de rayos, mañana al amanecer.
Sin posibilidad alguna de recurrir la sentencia, Charley fue confinado en el Pabellón de los Condenados.
El Pabellón se componía de 18 lujosas cámaras, todas ellas espléndidamente abastecidas de una gran variedad de viandas y bebidas de todas clases, con cómodo mobiliario y todo aquello que uno pueda imaginar, incluida compañía femenina en cada habitación.
- ¡Caramba! – dijo Charley.
El guardián antariano se inclinó y dijo:
- Es la costumbre en nuestro planeta. En su última noche, a los condenados a muerte se les concede todo lo que deseen.
- Casi ha merecido la pena el viaje – contestó Charley -. Pero, dígame, ¿cuál es la velocidad de rotación de su planeta? ¿De cuántas horas dispongo?
- ¿Horas?… Eso debe ser un concepto terrestre. Voy a telefonear al Astrónomo Real.
El guardián telefoneó y escucho atentamente durante un rato, luego dirigiéndose a Charley Dalton, informó:
- Tu planeta, la Tierra, realiza 93 revoluciones alrededor de su sol en el transcurso de un periodo de oscuridad en Antares II. Nuestra noche equivale, más o menos, a cien años terrestres.
El guardián, cuya esperanza de vida era de veinte mil años, se inclinó respetuosamente antes de retirarse.
Y Charley Dalton comenzó su larga noche de festines, de borracheras y etcétera, aunque no necesariamente en ese orden.

Búsqueda

El amable hombre con la larga barba blanca dijo:
–Bienvenido al Cielo, Peter.
Él sonrió.
–¿Sabes?, ese es mi nombre también. Espero que serás muy feliz aquí.
Y Peter, que tenía sólo cuatro años, pasó por las puertas de perla a buscar a Dios.
Siguió por las inmaculadas calles rodeadas de deslumbrantes edificios, entre gente feliz, pero no encontró a Dios.
Deambuló hasta que estuvo muy cansado, pero no se detuvo. Algunos le hablaron, pero no les hizo caso.
Al final llegó a un edificio de brillante oro que era más grande que ninguno de los otros, tan grande que supo que al fin había encontrado el lugar donde Dios vivía.
Las enormes puertas se abrieron cuando se acercó, y entró.
En un extremo de la enorme habitación había un gran trono de oro, pero Dios no estaba allí.
El suelo era suave y sedoso, acolchado. En el centro de la habitación, a medio camino entre la puerta y el trono, Peter se sentó para esperar a Dios. Después de un rato se tumbó y se quedó dormido.
Podían haber pasado minutos o podían haber pasado años.
Pero oyó el suave sonido de unos pasos y esto le despertó; supo que Dios estaba entrando y se despertó con gusto.
Dios estaba entrando; Sus ojos se posaron en Peter y brillaron con repentino placer. Peter corrió rápidamente hacia Él: Dios puso Su mano sobre la cabeza de Peter y dijo suavemente,
–Hola, Peter.
Y después miró más allá, hacia el trono y Su cara cambió.
Lentamente Él cayó sobre Sus rodillas y bajó Su cabeza, casi como si tuviera miedo. ¿Pero a quién podía temer Dios?
Peter supo que Dios no podía estar actuando en serio, pero Le siguió la corriente.
Meneó su cola pequeña y corta para mostrar que todo era por diversión, y después se volvió y ladró a la brillante luz sobre el trono de oro.

Fredric Brown - Una reseña

Fredric Brown (29 de octubre de 1906, Cincinnati11 de marzo de 1972) fue un escritor de ciencia ficción y misterio, más conocido por sus cuentos caracterizados por grandes dosis de humor y finales sorprendentes. Es también conocido por ser uno de los escritores más audaces a la hora de hacer experimentaciones narrativas en ficción de género. Aunque no fue un escritor especialmente popular en vida, la obra de Brown ha generado un considerable culto que continúa medio siglo después de que realizara su último escrito. Sus obras se reimprimen periódicamente y tiene varias páginas de fans en Internet tanto en EE. UU. como en Europa, en donde se han hecho varias adaptaciones de sus escritos.
Su primer relato de ciencia ficción fue Aún no es el fin (Not yet the end) publicado en 1941 en una edición de verano de Captain Future. Muchas de las historias de Fredric Brown son cuentos ultracortos de 1 a 3 páginas, con argumentos ingeniosos y finales sorprendentes.
Probablemente su cuento más famoso es Arena (1941) por haber sido adaptado en un episodio de Star Trek.
Este humor y una perspectiva algo posmoderna fueron también trasladados a sus novelas. Por ejemplo su nóvela de ciencia ficción Universo de locos (What Mad Universe) (1941) juega con las convenciones del género al enviar a su protagonista (un escritor de ciencia ficción) a un universo paralelo que está basado, no en sus novelas, sino en la imagen de las mismas de un consumidor ingenuo de este tipo de historias. De un modo similar su novela ¡Marciano, vete a casa! (Martians, Go Home!) (1955) muestra como la vida de un escritor de ciencia ficción se ve afectada por una rocambolesca invasión marciana.

Las historias de misterio de Brown están bien dentro de los estándares de la literatura pulp. En 1947 publica su primera novela policíaca, The Fabulois Clipjoint, (La trampa fabulosa, también conocida como El fabuloso cabaret). Ésta será la novela favorita del autor y por la cual ganó en 1948 el Premio Edgar Allan Poe a la mejor obra de narrativa criminal. Otra novela suya,La noche a través del espejo (Night of the Jabberwock), es una extraña y a veces hilarante, pero en última instancia satisfactoria, narración de un día extraordinario en la vida de un redactor de una pequeña ciudad.


Fredric Brown era un escritor de ciencia ficción con una imaginación portentosa. Autor de títulos clásicos como “Marciano, vete a casa” o “Universo de locos”. También cultivó el género policíaco, con títulos como “La noche a través del espejo”, “La trampa fabulosa” o “La bestia dormida”, por poner sólo unos ejemplos. Pero yo prefiero los relatos, siempre imaginativos, sorprendentes, con un tono burlón muy apropiado para el fin que persigue en ellos: retorcer el punto de vista del lector.

La última selección de relatos que realizó él mismo, se tituló “Paradoja perdida”. Un libro que editó en España “Martínez Roca” y al que guardo un afecto especial. En él hay un prólogo escrito por Elizabeth Brown, su segunda mujer. Es muy breve, apenas un par de páginas, pero lo he leído una y otra vez porque me parece magistral el modo en que describe la rutina y las manías del escritor.

Comienza con una frase que ya daría para llenar muchas páginas: Fred odiaba escribir. Pero adoraba haber escrito.


Habla de cómo postergaba el momento de sentarse a trabajar haciendo cualquier otra cosa. O de sus viajes en autobús de línea, por la noche, buscando la concentración necesaria para solucionar un argumento.
Elizabeth nos confiesa incluso que ella misma no es una apasionada del género de la ciencia ficción, porque la mayoría de las obras de este género le parecen excesivamente técnicas. Pero no ocurre así con las obras de Fredric Brown, que suelen ser muy amenas.

Y uno de los episodios que más me gusta de este prólogo es el de la gorra roja, así que lo transcribo literalmente:

Fred caminaba de una habitación a otra cuando urdía el argumento. Puesto que los dos estábamos en casa buena parte del tiempo, tuvimos el problema de que yo le hablaba mientras caminaba, y así interrumpía el hilo de sus pensamientos. No le gustaba. Después de probar varias soluciones que no dieron resultado, le aconsejé que se pusiera su gorra de algodón rojo cuando no quería ser molestado. Poco después, le miraba automáticamente la cabeza antes de abrir la boca.

«Yo soy lo que escribo» - Alfred Bester




Alfred Bester periodista y escritor de ciencia ficción, nacido en Nueva York (EE. UU.) el 18 de diciembre de 1913 y fallecido en Pensilvania en 1987.
Aunque publicó su primer relato en 1939, su salto a la fama vino a comienzos de los cincuenta, después de una etapa en la que trabajó como escritor de guiones para radio y televisión. Sus relatos, y sobre todo su premio Hugo de 1953 (el primero que se otorgaba) por El hombre demolido le encumbraron a la fama. Fama que aun aumentó con su siguiente novela: Las estrellas, mi destino (también conocida como ¡Tigre, tigre!) considerada uno de los hitos de la ciencia ficción. Sin embargo, Bester, autor no muy prolífico, abandonó el campo para dedicarse a escribir artículos para la revista Holiday (de la que llegó a ser redactor jefe).
Su vuelta a la ciencia-ficción en la década de los 70 no resultó como esperaba, y las novelas escritas por entonces resultaron un fiasco. Es por ello su fama de autor "cometa". Desalentado, volvió a abandonar el género. En 1987, moría sin haberse enterado de que acababa de recibir el galardón de Gran Maestro por su corta pero intensa carrera. Dejó, además de sus dos sobresalientes novelas, una pequeña pero exquisita colección de cuentos.
Los dos grandes temas (casi obsesivos) de Bester son los viajes en el tiempo y sus consecuencias por un lado, y la posesión de poderes paranormales o Psi por otro. Casi todos los relatos y novelas recogen alguno de los dos aspectos. Desde luego las dos principales, El hombre demolido y Las estrellas, mi destino, tratan ambas de poderes Psi. Asimismo, Las estrellas, mi destino es considerada por muchos críticos pionera del movimiento cyberpunk en cuanto a su estilo.




¡BESTER! ¡BESTER! Juan Manuel Santiago

«Yo soy lo que escribo; escribo lo que soy. No hay línea de separación entre Bester y su obra. Somos uno e indivisible.»
(De “Alfred Bester: una entrevista”, por Paul Walker. Nueva Dimensión 116, p. 76)
«Cuando le conocí, descubrí instantáneamente que podía ser clasificado dentro del grupo de “Escritores que tienen personalidades similares a las historias que escriben”.»
(Isaac Asimov, en La edad de oro. 1941, p. 197).
«Me río muchísimo, con vosotros y conmigo, y mi risa es fuerte y desinhibida. Soy una especie de tipo ruidoso. Pero no se dejen engañar por mis payasadas. Esta mente de urraca está siempre buscando picotear algo.»
(De “Mis amoríos con la ciencia-ficción”, en Oh luminosa y brillante estrella, p.280)
Alfred Bester: éste es nuestro autor. Él es lo que escribe. Lo que escribe es él, está en él y de él sale para alojarse en nuestros recuerdos de forma perenne, de modo que parte de él viva dentro de nosotros y pasemos a ser una unidad con esta urraca siempre atenta a su alrededor y a tus palabras para encontrar algo útil con que engrosar su pletórico nido, el Libro de Notas en que atesora las joyitas que con el tiempo se convertirán en sus mejores (y peores) trabajos; con este Bester-culo-de-mal-asiento, adorado pero incomprendido, histriónico y besucón si se cruza en tu camino, implacable y meticuloso a la hora de trabajar, iconoclasta y vanguardista a tiempo completo. En un mundillo como el de la cf, que ha visto transitar a todo tipo de especímenes, Alfred Bester constituye un punto y aparte, un curioso ejemplo de idas y venidas a uno y otro lado de la frontera entre el género al que ama ciegamente pero se le queda pequeño y el ámbito típicamente americano del Hagámoslo-A-Lo-Grande que le viene como anillo al dedo pero le saca de quicio. Un autor que se ha adelantado en quince o treinta años a los más importantes movimientos rupturistas de la ciencia ficción, pero que siempre vivirá de acuerdo con el espíritu de su época. Una personalidad arrolladora que, precisamente por ser lo que escribe y escribir lo que es, nos ha regalado una obra tan breve como intensa que marca una de las cimas incuestionables del género. Bester-culo-de-mal-asiento. Bester-urraca.
Nace Alfred Bester el 18 de diciembre de 1913 en Manhattan, donde transcurre su infancia, en el seno de una familia judía no practicante. No padece una férrea educación clasista o tradicionalista; tampoco pasa hambre. Crece en un ambiente de tolerancia, ese comedido libertinaje por el que se caracterizará en lo sucesivo. Dispone de una libertad que aprovecha (o desaprovecha, según se mire) con unos estudios totalmente caóticos en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia, donde según él «hice el tonto tratando de convertirme en un renacentista. Rechacé la posibilidad de especializarme y me di la cabeza contra la pared estudiando humanidades y disciplinas científicas» [1]. Después de lo cual se interesa por la escritura, en concreto por la ciencia ficción, de la que tanto había gustado en su infancia y adolescencia. Estamos, cómo no, en 1939, el Primer Gran Año en la historia del género, el del despegue, el de los "primeros vuelos” de muchos de los grandes de la CF: Heinlein, Asimov, Sturgeon, Leiber, van Vogt... Su primer relato, “Diaz-X”, se convierte en “The Broken Axiom” gracias a los consejos de los editores de Thrilling Wonder Stories, Mort Weisinger y Jack Shiff, quienes le recomiendan reescribirlo y enviarlo al concurso de relatos convocado por la revista. Resultado: primer premio, 50 dólares y publicación en el número de abril. Nace el Alfred Bester escritor.
Son unos años de los que Bester abomina, y tal vez con razón: pocos relatos destacables encontramos en el período 1939-1942. “El infierno es eterno” (1942) es poco más que un pastiche de terror victoriano con unos personajes muy ingenuos y ciertos toques de manierismo tan esperanzadores como primarios. “La presión de un dedo” (1942) presagia el interés del autor por los viajes temporales desde una óptica tal vez novedosa en su época (una especie de «observatorio» del futuro cuyo cuartel general se halla en el centro de Nueva York) pero con un desarrollo, incluida la paradoja temporal de rigor, claramente predecible. El relato más aprovechable de este período es, con diferencia, “Adán sin Eva” (1941). El experimento de Crane se salda con un rotundo fracaso: el total exterminio de la vida sobre la Tierra. Agonizante, deambula por el mundo cuya destrucción él ha propiciado, se arrastra en dirección al océano, donde sus restos devendrán en un nuevo estallido de la vida, un nuevo comienzo. «No había necesidad de Adán ni de Eva. Sólo el mar, la gran madre de la vida, era necesario» [2].
«La ciencia ficción no es una profesión para adultos»
«La ciencia ficción no es una profesión para adultos. Puede ser un entretenimiento delicioso, pero nunca debe tomarse en serio. Los que se dedican enteramente a la ciencia ficción son en su mayoría casos de desarrollo interrumpido. No hay más que leer las cartas que escriben los autores al boletín de la SFWA para entender lo que quiero decir. Muchas de ellas son completamente infantiles. Parecen escaramuzas de niños en un cuarto de juegos.»
(De “Alfred Bester: una entrevista”, op.cit., p. 73)
Pero la ciencia ficción no colma todas las aspiraciones de Bester. La década de los cuarenta y los primeros años cincuenta transcurren para Alfie como un período de aprendizaje y perfeccionamiento, años de duro trabajo en los que la ciudad de Nueva York será todo su mundo; un mundo real y caótico, tangible y delirante. Un mundo que será testigo de su cambio de actitud hacia el género: llena del cariño que se profesa a los recuerdos más entrañables de los años mozos, pero terriblemente crítica con la autocomplacencia de los malos escritores y las rarezas de editores sectarios. El fandom se le antojará, de ahora en adelante, tremendamente provinciano. Relata con inmensa lástima su encuentro con el por otro lado admiradísimo J.W. Campbell, a propósito de la adquisición del relato “Odi e Id”. Acostumbrado al lujo de las oficinas de Manhattan, se le cae el alma a los pies cuando se presenta en el destartalado cuartucho que hacía las veces de redacción de Astounding. Sigue impertérrito la corriente a un Campbell obstinado en su ridícula apología de la entonces neonata Cienciología. Reescribe el relato conforme a los consejos de Campbell, pero no por ello su impresión es menos demoledora: «He hecho algunas entrevistas extrañas en el mundo del espectáculo, pero ninguna igual a ésta. Reforzó mi opinión personal de que la mayoría de los tipos de la ciencia-ficción, a pesar de su brillantez, tienen un tornillo flojo. Quizás es el precio que deben pagar por su brillantez»[3]. No puede ser de otra manera, habida cuenta de la actividad que Alfred Bester, un hijo de la variopinta Avenida Madison, desempeña durante estos años. La ciudad es más atractiva e interesante que las naves espaciales.
No, la ciencia ficción no lo es todo para Bester. Para Bester-urraca, Bester-culo-de-mal-asiento, existe un inmenso mundo, la cultura popular, de la cual la ciencia ficción es sólo una manifestación más, entrañable por su carga emocional, su preferida si se quiere, pero en modo alguno superior a la novela policíaca, el cómic o la radio. Bester se considera ante todo un profesional, y su profesión le conduce durante toda una década en esas tres direcciones. 1939 es un gran año para la ciencia ficción, el inicio de la llamada Edad de Oro, un período en que el género adquiere carta de naturaleza, adopta la forma con que hoy lo conocemos, el canon a partir del cual se articularán posteriores movimientos de ruptura o afirmación. Algo similar sucede con el cómic en las mismas fechas. Son los años de plenitud de Al Capp, Harold Foster o Milton Caniff, los grandes maestros que con sus comic-books confieren al noveno arte una respetabilidad y difusión hasta entonces inimaginables. Paralelamente, da sus primeros pasos un nuevo subgénero cuyos personajes y tópicos siguen siendo hoy en día tan inequívocamente identificables como entonces: el cómic de superhéroes. Superman y Batman son parte del paisaje neoyorkino (o de Metrópolis, o de Gotham City) en la misma medida que el Empire State o la Estatua de la Libertad. Años dorados para el cómic, y también para la radio, todavía fresca en la memoria colectiva la convulsión originada por un tal Orson Welles y su dramatización de La guerra de los mundos...
Éste es el caldo de cultivo que encuentra Alfred Bester cuando, aconsejado nuevamente por sus editores Weisinger y Shiff, se inicia como guionista de cómic. Superman, el Capitán Marvel y Batman imprimen un nuevo cariz a la obra literaria de Bester; le contagian, como si dijéramos, sus caracteres neuróticos —Bester es lo que escribe— y un nuevo concepto, el de profesionalidad, que ya para siempre presidirá sus escritos.
«Cuando se es profesional, el trabajo es quien manda»
«Cuando se es profesional, el trabajo es quien manda. El profesional se dedica a hacer su trabajo. (...) Aunque el mundo se derrumbe a tu alrededor, termina en la fecha fijada. Escribe siempre de la manera más difícil. (...) Cuanto más duro sea el desafío, mejor será la historia. Da tiempo a que la idea madure dentro de tu mente. (...) Está siempre alerta para pescar material que pueda serte útil: situaciones, personajes, fragmentos de conversaciones, los incidentes más triviales. Usa un Libro de Citas y notas para registrarlo. Lee todo lo que puedas y consérvalo en la memoria."
(De “Alfred Bester: una entrevista”, p. 75)
Profesionalidad. Durante un lustro, Bester escribe guiones sin descanso. El método de trabajo aprendido en estos días ya no sufrirá modificaciones. A partir de ahora, cada línea de texto, cada diálogo, cada descripción estarán rigurosamente planificados, como en un guión de cómic. Nada quedará ya expuesto a la improvisación. Al mismo tiempo, los desarrollos ganan en agilidad, versatilidad y ¿por qué no decirlo? nerviosismo, como si los personajes, además de adquirir mayor profundidad y credibilidad, tuviesen un halo tenebroso de superhéroes atormentados de historieta. El resultado es por fuerza atractivo para el lector, poco acostumbrado por entonces a un estilo tan depurado y a unos personajes tan complejos. En palabras de Alejo Cuervo: «El lector no puede escaparse, y acaba también inmerso en un texto que parece cobrar vida propia. Leer a Bester es acercarse a Bester y nunca puede ser olvidado»[4]. Como escritor, Bester nunca desperdiciará una sola línea, no escribirá nada que no sea absolutamente necesario para el desarrollo de la obra. Su eclosión está próxima. Pero aún le queda una etapa en su aprendizaje: los años de radio y televisión.
Durante la segunda mitad de los cuarenta, Bester trabaja como guionista en seriales radiofónicos como Charlie Chan, Nick Carter o La Sombra. Laboriosa tarea que hace mella en el autor y precipita una ruptura interior con la irrupción de la televisión. Es entonces cuando Bester toma conciencia de las limitaciones del medio para una mente fértil como la suya. Limitaciones técnicas y creativas:
«Estaba constreñido a la censura del medio al control del cliente. Había demasiadas ideas que no se me permitía explorar. Los directivos decían que eran demasiado diferentes; que el público no las comprendería. Los contables decían que eran demasiado caras, que el presupuesto no las admitiría. Un cliente de Chicago escribió una carta enojada al productor de uno de mis programas. “Dile a Bester que desista de ser original. Todo lo que quiero es guiones ordinarios.” Fue realmente doloroso. La originalidad es la esencia de lo que un artista tiene que ofrecer».[5]
Es el momento en el que Bester-culo-de-mal-asiento decide cambiar de aires, buscar un entorno más creativo en el que se aprecien su talento y sus ideas. Ese entorno es, lógicamente, la cf, a la cual regresa a lo grande.
«No había tenido intención consciente de abrir nuevos caminos»
«No había tenido intención consciente de abrir nuevos caminos; sólo había intentado hacer un trabajo artesanal.»
(De “Mis amoríos con la ciencia ficción”, p. 270)
Si el nacimiento del autor Alfred Bester coincide con una fecha mágica, 1939 —el inicio «oficial» de la Edad de Oro de la ciencia ficción—, su retorno al género se produce en vísperas de otra fecha mágica, 1953, en la cual se publicarán algunas de las todavía hoy consideradas mejores novelas de ciencia ficción de todos los tiempos, entre ellas El hombre demolido —primer premio Hugo de la historia—, pero también Más que humano, Segunda Fundación, Mercaderes del espacio, Fahrenheit 451 o El fin de la infancia. El Segundo Gran Año.
El origen de El hombre demolido debe mucho a la constancia de Horace L. Gold, el pintoresco editor de Galaxy, cuyas conversaciones con Bester le convencen para colaborar con su revista. Bester recupera la ilusión por la cf gracias a Gold, y el éxito de la novela le permite conocer a autores como Isaac Asimov, James Blish o Theodore Sturgeon, con lo que se certifica su regreso al fandom. Y por la puerta grande, dado que nos hallamos ante una absoluta e imperecedera obra maestra, no sólo por su temática —es el gran clásico sobre telépatas— o el revolucionario mestizaje de géneros -policíaco y fantástico- que propone, sino también por el épico duelo entre Ben Reich y Lincoln Powel —dos de los personajes mejor perfilados en la historia del género— y por un estilo que aún hoy, transcurrido casi medio siglo, nos sigue sorprendiendo. Como dice John Clute: «La ciencia ficción no había destacado por su estilo antes de que Bester alterara la costumbre de escribir novelas simples porque los adolescentes las leían»[6]. Nos hallamos ante una novela compleja, con múltiples niveles de lectura (¡¡perdóname, César!!), vibrante y apasionada, apta para ser disfrutada tanto por adolescentes como por adultos. Un tipo de novela, en suma, hasta entonces inédito dentro del campo de la cf.
Como en casi todos los trabajos de Bester, El hombre demolido es la historia del conflicto entre un individuo asocial y una sociedad poco amiga de individualismos. Ben Reich es el típico héroe de Bester: egocéntrico hasta la médula y sociable sólo para guardar las apariencias. Un tipo de personaje con el que resulta muy difícil identificarse, de lo cual se deriva una de una de las grandes paradojas de su obra: Bester consigue entusiasmar al lector escribiendo sobre personajes profundamente antipáticos. Planteando la novela en términos maniqueístas, Ben Reich debería ser el «malo» de la novela, mientras que a su contrafigura, el intachable agente de la policía Lincoln Powell, le correspondería el papel de «bueno». Nada más lejos de la realidad.
Así, Ben Reich es el magnate del emporio comercial Monarch, acosado por la compañía D´Courtney, cuyo dirigente agoniza, anciano, en la mansión de Mme. María Beaumont. Atenazado por pesadillas recurrentes en las que se le aparece un hombre sin rostro, Reich decide negociar con D'Courtney, pero en apariencia éste rechaza su oferta amistosa. Enfurecido, Reich resuelve asesinar al anciano, pero se encuentra con un problema prácticamente irresoluble. La sociedad que describe la novela está controlada por telépatas o «éspers», fuertemente jerarquizados, sometidos a estrictos votos de disciplina interna y muy ligados a la policía, lo cual hace virtualmente imposible el delito. El sueño del Gran Hermano hecho realidad. Moviendo sus contactos (Reich financia una de las dos facciones enfrentadas en que se dividen los éspers, la Liga Patriótica), planea y comete el crimen con exquisita precisión. Al no quedar claros ni el motivo ni el método ni la oportunidad, Reich goza de una impunidad absoluta hasta que aparece una testigo inesperada: Barbara, la hija de D'Courtney, que había huido de la mansión al cometerse el crimen. Ofuscado, el prefecto de policía de la división psicopática, Lincoln Powell, inicia una implacable operación de acoso y derribo a Reich, al cual sabe culpable. Pero Powell debe guardar las formas: por un lado, su antagonista es demasiado poderoso; por el otro, aspira a presidir el Gremio Ésper, la facción dominante entre los telépatas. Despliega todo su ingenio para atrapar a Reich, y de paso hacerse con el dominio del más importante grupo de presión existente. El caso de su vida.
Así narrada, la novela puede parecer una simple trasposición de términos del típico policíaco, vertiente hard-boiled. Pero El hombre demolido es mucho más que eso. Nos muestra a una sociedad implacable con la disidencia, verdadero trasunto del macarthysmo, como acertadamente apuntara José Mª Catalá[7]. Ben Reich transgrede el orden establecido al cometer un asesinato, delito que no se había producido en casi cien años. Su destino es la «demolición», una especie de borrado de memoria tras el cual se producirá la reinserción de la oveja descarriada (pero aprovechable) dentro de la feliz sociedad ésper. La demolición es el peor destino posible para un individuo consciente de sí mismo en su lucha contra una sociedad homogénea en su modo de pensar, aunque no en cuanto a la igualdad de oportunidades: Ben Reich pertenece a una élite económica, se relaciona con las élites y en ningún momento se plantea renunciar a su posición. Vemos un mundo de glamour, de belleza y poder, de alta sociedad, algo que también se describe en Las estrellas mi destino. Ben Reich lo es casi todo en la sociedad en que vive, pero se rebela contra ella, llevado por un impulso autodestructivo que otorga a su personaje una enorme fuerza. Tras el odio y el asesinato late un conflicto aún más complejo, de raíces psicoanalíticas. D'Courtney muere porque quiere morir; Reich obvia la realidad —reinterpreta a su voluntad el choque personal, emocional y económico con el primero— porque quiere matar —transgredir el orden establecido— para, acto seguido, morir —la demolición—. Por encima del lucro, Reich es un individuo profundamente pasional, hasta el punto de autoinmolarse.
Pasional y apasionante. La novela es una continua sucesión de escenas inolvidables: la fiesta ésper del capítulo segundo (en la que Bester consigue mostrarnos lo que tantos autores de cf han pretendido sin éxito: una sociedad diferente de la actual, con una mentalidad totalmente ajena a la nuestra), los preparativos del crimen (la contratación de una canción pegadiza o «pepsi» con la que obsesionarse y de este modo burlar los controles telepáticos), la fiesta en el transcurso de la cual se comete el asesinato de D'Courtney (aprovechando un ridículo juego), la psicodélica persecución en la Casa del Arco Iris (cuyo laberinto simboliza el inicio del fin de Reich, además de una aproximación al «espacio interior» de la New Wave), la casi dickiana apoteosis tras la cual Reich confiesa su crimen y se desvela quién es el hombre sin rostro de sus sueños, la demolición de Reich... Pero ninguna escena tan brillante, a mi juicio, como la promesa de enemistad mutua entre Powell y Reich, por cuanto que nos muestra, con insuperable sentido de la épica, el conflicto entre honor y ética que preside tanto esta novela como Las estrellas mi destino:
«Nosotros no necesitamos leyes... Poseemos sentido del honor, pero es algo propio... Un hombre tiene su propio honor y su propia ética» (p. 97).
Y tal vez se halle aquí el porqué de la rebelión de Reich, de su derrota anunciada. Reich es un peligro objetivo para la sociedad ésper, «un camino seguro hacia la destrucción total... uno de esos raros hombres capaces de conmover el universo» (p. 227). Su redención final no quita un ápice de rotundidad a esta afirmación, por cuanto que en el camino se produce la aniquilación —«demolición»— de Reich como individuo.
«La televisión ha crecido hasta convertirse en una enorme industria...»
«La televisión ha crecido hasta convertirse en una enorme industria actualmente en los Estados Unidos: experimentada, eficiente, con demasiado dinero encima para tolerar la locura pasada que aquí se narra. Obtiene enormes beneficios pero ha perdido la aventura de su juventud.»
(Nota del autor, en Carrera de ratas, p.11)
Ya hemos visto que Bester-culo-de-mal-asiento huyó escaldado del mundo televisivo para refugiarse en su adorada ciencia ficción, hasta el punto de aceptar la escritura por encargo de El hombre demolido a costa de perderse unos mejor remunerados guiones, aunque, nos aclara años más tarde, «debo admitir que de todos modos no me gustaban los programas que estaba escribiendo»[8]. Parte de sus traumáticas experiencias le sirven de inspiración para una nueva novela, la más desconocida de Bester y acaso una de las mejores. En efecto, en Carrera de ratas (1953) encontramos algunos de los momentos culminantes de la narrativa de Bester y se nos plasma, tal vez mejor que en ningún otro de sus trabajos, sus preocupaciones más características: el protagonista atormentado, la actitud de sus personajes con respecto al amor, la caza de brujas...
La novela comienza con un muerto pendiendo cuan espada de Damocles sobre el plató donde se representa “¿Quién es?”, un programa televisivo de relativo éxito. Hasta los últimos capítulos no conoceremos la identidad del cadáver, pues la novela está estructurada en forma de flash-back, pero el candidato obvio es Jake Lennox, guionista de “¿Quién es?”, un personaje que bordea la insania mental, violento, alcohólico y con un desdoblamiento de la personalidad que le lleva a una situación límite: «Había estado librando durante diez años una batalla perdida contra sí mismo. Dos planos en su mente se odiaban entre sí y estaban desgarrándolo» (p. 19). Es, como Ben Reich o Gully Foyle, una bomba de relojería a punto de estallar y arrastrar consigo a todo su entorno, en este caso el programa. Se están recibiendo unos anónimos tan crípticos (no parecen aludir a nadie en concreto) como de pésimo gusto, y el cada vez más deteriorado Lennox investiga por su cuenta quién pueda ser el destinatario, al tiempo que trata de reconstruir un día en blanco en el que al parecer cometió toda clase de tropelías. Se trata de un descenso a los infiernos de la mente de Lennox, siempre dentro del ambivalente ambiente artístico de la Nueva York de los años cincuenta, tan despiadado como apasionante. Lennox se debate entre la fidelidad casi homosexual de su compañero de piso, Sam Cooper, y el amor fou que profesa a Gabrielle (Gabby) Valentine, la mujer que ejemplifica mejor que ninguna otra —desde Barbara D'Courtney hasta Demi Jeroux, pasando por las también inolvidables Olivia Presteign y Jisbella McQueen— las características de la heroína besteriana: una niña bien, perspicaz, tremendamente independiente, emprendedora, capaz de anular con su energía los impulsos autodestructivos del protagonista masculino y —por encima de todo— poseedora de una abnegada fidelidad que bordea la inconscienca. Lennox encauza su vida gracias a Gabby, sabedores ambos de que «eres una gran mujer, pero yo no soy un gran hombre» (p. 190).
No nos dejemos engañar por la temática policíaca y la ambientación contemporánea: Carrera de ratas es una obra bastante representativa del buen hacer de su autor, tremendamente sincera y tan digna de la consideración de clásico como El hombre demolido o Las estrellas mi destino. La huida de Lennox de la «carrera de ratas» en que se ha convertido la televisión es la huida de Bester hacia una ciencia ficción en la que puede dar rienda suelta a su creatividad. Lennox es incluido en la lista negra; Bester se siente objeto de censura. Nunca Bester dejó constancia tan clara de su inconformismo con la realidad de una América paranoica, rehén de una despiadada caza de brujas. Y para ello necesitaba escribir una novela realista, comparable en su crudeza a los trabajos más memorables de un Jim Thompson.
El conde de Montecristo...»
«Hacía tiempo que jugaba con la idea de utilizar El conde de Montecristo como modelo de una historia. La razón es simple: siempre he preferido al antihéroe, y siempre encontré altamente dramáticos los tipos convulsivos.»
(De “Mis amoríos con la ciencia ficción”, p. 272)
Y llegamos a la que para muchos —quien esto firma, sin ir más lejos— es una de las mejores novelas de cf de todos los tiempos. A estas alturas, glosar las virtudes de Las estrellas mi destino puede parecer tarea ociosa. Sin embargo, no es bueno dar nada por supuesto. Ni siquiera el título: ¿Las estrellas mi destino o ¡Tigre!¡Tigre!? El primero corresponde a la primera edición en castellano, la de Dronte, siguiendo el título de la edición norteamericana de 1956, y es el elegido por Gigamesh Libros para su reedición. El segundo es el de la edición británica, levemente corregida, por el cual se decantaron Martínez Roca y Orbis. Se trata, pues, de un mismo libro con diferentes títulos, y aquí resulta imposible unificar criterios: cada cual se refiere a esta novela con el título de la edición que antes leyó. Yo prefiero hablar de ¡Tigre! ¡Tigre!, pero para no desorientar al lector he optado por referirme a ella como Las estrellas mi destino.
Con las ganancias de sus dos primeras novelas, Bester-urraca decide levantar el vuelo. Destino: Europa. En Inglaterra comienza a escribir, pero no progresa, de modo que se desplaza a Roma, Bester-culo-de-mal-asiento, y allí todo fluye con naturalidad. Las estrellas mi destino es ya una realidad.
Al igual que en El hombre demolido, se nos describe una sociedad diferente. Si en aquélla el elemento diferenciador eran los ésper, en ésta lo es el jaunteo, la facultad humana de teleportarse sólo con la fuerza del pensamiento. Ni que decir tiene que el jaunteo altera la naturaleza misma de la sociedad: jerarquiza la estructura laboral (cuantos más kilómetros seas capaz de jauntear, mayor será tu categoría), su ausencia puede ser el peor de los castigos (de ahí que las medidas policiales, tanto las preventivas como las coercitivas, estén destinadas a impedir el jaunteo) y marca pautas de comportamiento (la alta aristocracia considera de buen gusto no jauntear). Cierto es que edificar ambas novelas sobre pseudociencias como la telepatía y la teleportación puede restarles «credibilidad científica», pero ¿a quién le importan esos pequeños detalles sin importancia, si el resultado es tan arrebatador?
Gulliver Foyle, estereotipo del hombre medio sin ninguna aptitud especial, sobrevive moribundo a bordo de la astronave Nomad. Al límite de sus fuerzas, contempla impotente cómo otra astronave, la Vorga, pasa de largo frente a él, condenándole a una muerte segura. En vez de dejarse morir, Foyle despierta, se rescata a sí mismo. A partir de ahora será «un hombre dedicado a una causa»: la venganza. Y su periplo hacia la misma será, más que el de un Gulliver, la odisea de un Ulises del futuro.
Tras conseguir arrancar la Nomad, Foyle es raptado por el llamado Pueblo Científico de los asteroides, donde se le venera, se le concede una mujer, Moira, y es salvajemente tatuado. Huye a la Tierra, tiene que aprender a jauntear de nuevo gracias a Robin Wednesbury (a la cual viola), y se lanza a una loca carrera para matar a la Vorga (sic.), propiedad del todopoderoso clan Presteign. Capturado, se le recluye en una cueva de los Pirineos, la Gouffre Martel, donde se le mantiene a oscuras para impedirle jauntear. Conoce a Jisbella McQueen, Jiz, quien le enseña a pensar. Huyen, y Jiz consigue que le borren el tatuaje, pero sólo parcialmente: en lo sucesivo, cuando Gully pierda el control de sus actos, las tramas ocultas del tatuaje enrojecerán y su rostro será el de un tigre furioso, viva imagen de la venganza.
La primera parte de Las estrellas mi destino muestra a un Gulliver Foyle aún sin desbastar, sometido tremendamente a sus instintos primarios, una fuerza indomeñable de la naturaleza. Su rostro tatuado produce repulsión y miedo. Es un monstruo, tanto en su apariencia externa como en su interior: «No tienes nada en tu interior, le dice Jiz, nada más que odio y venganza». Nada hay aprovechable en este Gulliver que odia y es odiado. Su tatuaje, que aflora cuando pierde el control, es el símbolo de este Foyle desencadenado.
Y, sin embargo, la sed de venganza puede reconducirse. Foyle aprende a controlarse, y en la segunda parte de la novela vemos a un personaje diametralmente opuesto: refinado, ocurrente, incluso ponderado. Bajo la falsa identidad de Fourmyle de Ceres, un nuevo rico que viaja con su circo ambulante, Foyle alterna con la alta sociedad y puede llevar a cabo su venganza. Pero los tiempos están revueltos, se prepara una guerra entre los Planetas Interiores y los Satélites Exteriores y Foyle va a desempeñar un papel crucial en la misma, si bien de modo involuntario. Perseguido por Peter Yang Yeovil, de los servicios de inteligencia, y por Saul Dagenham, un mutante radiactivo, Foyle persigue a su vez (y va eliminando) a todos los miembros de la tripulación de la Vorga. Quiere responsables, y poco a poco se verá inmerso en una trepidante trama en la que confluyen intereses económicos (el clan Presteign), militares (el Piros, una sustancia que puede decidir el resultado de la guerra y con la que Foyle está más relacionado de lo que quisiera) y amorosos (Foyle está perdidamente enamorado de la despreciable Olivia Presteign, albina ciega para nuestro espectro de visión pero no para los infrarrojos) y que conducirá a una apoteosis en la que Bester nos conduce a través de unos pasajes alucinantes en los que la sinestesia (confusión de sentidos) suplanta a la literatura. La New Wave acaba de nacer.
Así pues, Gulliver Foyle convierte su venganza en el nacimiento de una persona nueva, aspecto éste desarrollado de manera inmejorable en el ensayo “La geometría del tigre” de César Mallorquí (Gigamesh 22), al cual remito a los lectores. Una persona nueva que, tras el ya mencionado delirio psicodélico, trasciende su condición y guía a la sociedad hacia su liberación. Foyle se redime, y con él la humanidad, creando una nueva sociedad basada en los efectos más beneficiosos del Piros. Donde Ben Reich fracasaba —y sucumbía a la sociedad contra la cual se rebelaba— y Jake Lennox hacía tablas —perdía la batalla contra la sociedad, pero vencía en la personal—, Gulliver Foyle triunfa y nos hace triunfar a todos. ¿Cómo no identificarse con él?
Pero Foyle no lo consigue solo: está acompañado. Además de los entrañables antagonistas a los que se enfrenta (Dagenham, Yeovil, Presteign: puros villanos de cómic), cada una de las mujeres con quienes coincide representan un jalón en su camino hacia la liberación. Moira es lo primario, la mujer normal que corresponde a quien nunca quiso ser otra cosa que el hombre normal, y tarde o temprano habrá de regresar a ella, puesto que con ella empezó esta historia y, ya se sabe, Ulises acababa regresando al lugar del comienzo. Pero Foyle también es Prometeo, como da a entender Norman Spinrad[9], y necesita quien le muestre el fuego de los dioses que, andando el tiempo, entregará a la humanidad. Olivia Presteign, una arpía antológica, es la némesis de nuestro personaje. Más constructivo es el papel de Jisbella MCQueen, a quien podemos identificar con Pigmalión, por cuanto que educa a Gully y le encauza en la dirección adecuada. El de Robin Wednesbury es casi shakespeariano: es telépata unidireccional (sólo puede emitir pensamientos), de modo que Foyle, después de violarla, la utiliza como asesora de protocolo para «saber estar» en las fiestas de la alta sociedad.
Y aquí encontramos otra de las constantes en Bester: la alta sociedad, el mundo del glamour y del dolce far niente, que alcanza en esta novela dimensiones casi de culebrón. Para los Presteign, mantenerse en la cumbre es doloroso, un camino de «sangre y dinero» que los hace a ojos del lector tan atractivos como desdichados. Parece evidente que Alfred Bester es el autor melodramático por excelencia, el que mejor ha sabido reflejar las bajezas y la grandeza de una plutocracia en la que el género apenas ha profundizado más allá de los clichés; en suma, el Douglas Sirk de la cf.
Las estrellas mi destino es una novela mítica. Gulliver Foyle es el personaje por antonomasia del género y responde a un arquetipo fácilmente identificable: el del hombre mediocre que encuentra su camino de perfección mediante el deseo de venganza. El jaunteo es tan popular entre los lectores de cf como los robots o el hiperespacio. Se ha querido ver en los capítulos finales el origen directo de la New Wave y del ciberpunk. En palabras de John Clute: «Lo que hace que algunos críticos consideren ¡Tigre!¡Tigre! la mejor novela de cf de todos los tiempos es la riqueza del lenguaje y la total verosimilitud de su retrato de la vida urbana, que se adelanta en 25 años al mundo del ciberpunk»[10].
«...mis gustos se habían hecho tan elevados que parecían irritar a los fans...»
«Desafortunadamente, mis gustos se habían hecho tan elevados que parecían irritar a los fans, que exigían un tratamiento especial para la cf. Mi actitud ante la cf era considerarla simplemente una de las tantas formas de ficción y juzgarla con los estándares comunes a todas. Un relato imbécil es un relato imbécil, lo haya escrito Robert Heinlein o Norman Mailer.»
(De “Mis amoríos con la ciencia ficción”, p. 277)
Nueva huida hacia adelante. Bester-culo-de-mal-asiento vuelve a abandonar el género durante unos años: su cargo de director de la revista Holiday le impide escribir ficción, agobiado por incontables entrevistas a celebridades. Permanece ligado a la cf tan sólo como crítico en The Magazine of Fantasy and Science Fiction. Bester-urraca tiene otras metas. Una década de inactividad parece un buen momento para la recapitulación, de modo que Bester lanza al mercado sendas recopilaciones de relatos, Starbust (1958) y la brillantísima El lado oscuro de la Tierra (1964), acaso una de las más completas antologías de un solo autor jamás aparecidas en colección especializada. Es, pues, un buen momento para analizar los relatos de Alfred Bester.
La obra breve de Bester posee una serie de coordenadas propias que nos permite diferenciarla claramente de su faceta novelística. Cierto es que algunos de sus relatos inspiran sus últimas novelas. Golem100 es una revisión de “La fuga de cuatro horas”. “Santayana Said It” se convertirá en Computer Connection. No obstante, las preocupaciones temáticas de El hombre demolido, Carrera de ratas y Las estrellas mi destino difícilmente coinciden con las de “Los hombres que asesinaron a Mahoma”, “El hombre pi” o “El orinal florido·.
El viaje en el tiempo es un buen ejemplo. Para Bester, esta temática es casi una obsesión, y en sus novelas apenas la aborda directamente. Sin embargo, relatos como “Elección forzosa”, “Número de desaparición”, “Los hombres que asesinaron a Mahoma” y “El orinal florido” constituyen verdaderas lecciones magistrales al respecto y desvelan una lógica completamente distinta de la que empleaban otros autores. Para Bester, el viaje en el tiempo no es una simple operación mecánica: requiere un auténtico esfuerzo de voluntad por parte del viajante, que tiene que aceptar como algo irreversible el abandono del tiempo presente. Una vez emprendido el viaje, nos vemos embarcados en un irás-y-no-volverás tanto físico como espiritual.
Tomemos como ejemplo dos relatos en cierto modo complementarios. En “Elección forzosa” (1952) se nos presenta un mundo postatómico en proceso de (lenta) recuperación. Un agente del gobierno, Addyer, descubre un aumento de la natalidad, mayor cuanto más nos aproximamos a la zona que más sufrió los efectos del peor de los ataques nucleares. Addyer se dirige a un pueblo de Kansas, Lyonesse, donde para su sorpresa descubre autocares llenos de gente «sana y feliz». Son viajeros en el tiempo. Addyer es capturado por una organización paratemporal que, para deshacerse de él, le hace viajar al tiempo de su elección, no sin antes advertirle de los peligros inherentes a tales desplazamientos. ¿Para qué viajar a una ficticia Edad Dorada, sea ésta la de la Revolución Norteamericana o la época victoriana? No compartimos el lenguaje, la mentalidad... ni siquiera las enfermedades. Todo cambia con el tiempo. El viaje en sí es un sinsentido. «Están huyendo... de su propia época... Buscan la Edad Dorada. ¡Ilusos! Nunca están satisfechos. Siempre buscando...» No se puede elegir por propia voluntad. «El sueño, no el tiempo, es el traidor, y todos somos cómplices de la traición hacia nosotros mismos». Bester desarma así la visión tradicional del viaje en el tiempo, cuarenta años antes de Las naves del tiempo y El libro del Día del Juicio Final.
Complementario del anterior es “Número de desaparición” (1953), que plantea justamente la hipótesis contraria. La Edad Dorada ha sido posible gracias al visionario general Carpenter, una especie de Eisenhower fanatizado que conduce al país a una guerra suicida en nombre del Sueño Americano. En un hospital militar ciertos pacientes desaparecen y reaparecen a voluntad: viajan en el tiempo. Pero no a ese tiempo sometido a reglas inexorables que veíamos en el relato anterior, sino a una recreación subjetiva llena de anacronismos pero no menos real. «Retroceden a un tiempo imaginario... Han descubierto cómo tornar sus sueños en realidad».
Una síntesis de ambos se recoge en “Los hombres que asesinaron a Mahoma” (1958), el gran clásico de Bester sobre el tema. Nos hallamos ante una paradoja temporal perfecta, de la cual se deduce la imposibilidad de las paradojas temporales. En un ataque de cuernos, el científico David Hassel utiliza su máquina del tiempo para asesinar, sucesivamente, al abuelo de su esposa infiel, a la abuela materna de su esposa, a George Washington, a Colón, a Napoleón, a Mahoma, a Madame Curie... y siempre regresa a su habitación, para sorprender a su mujer en brazos del mismo hombre. ¿Qué es lo que ha fallado? Nada. Todo. El tiempo es subjetivo, «viajamos a nuestro propio pasado, y no al de los demás», pero precisamente por ello la realidad es objetiva e inmutable.
“Los hombres...” combina a la perfección humor y seriedad, y es uno de los grandes relatos de Bester y, por extensión, del género. Más ligero es “El orinal florido”, descacharrante aventura de ladrones de guante blanco en un futuro imposible en el que, a raiz de una explosión termonuclear, la humanidad ha renacido tomando como modelo las películas del Hollywood del blanco y negro. Ese mismo accidente propulsa al futuro (cinco siglos, nada menos) a la pareja protagonista, que, embargada por la nostalgia, planea el robo de objetos anteriores al desastre, entre ellos el epónimo orinal florido. Aquí Bester no plantea ninguna tesis, pero ello no hace menos disfrutable este raro ejemplo de cartoon-sf (si es que eso existe) y humor desenfrenado.
El antibelicismo es otro de los aspectos que asociaremos al Bester autor de relatos breves. Cierto, el meollo de Las estrellas mi destino es la disputa entre dos potencias en guerra (los Planetas Interiores y los Satélites Exteriores, es decir toda la humanidad) por un material, el Piros, cuya posesión puede decantar el resultado de la contienda en favor de uno u otro bando. El pacifismo de Bester resulta incuestionable en dicha novela[11], pero hay relatos en los que se analiza con mayor profundidad el fenómeno bélico. Como todo testigo de los años de la guerra fría y de la caza de brujas, Bester identifica guerra con represión ideológica. En nombre del Sueño Americano, el general Carpenter de “Número de desaparición” lleva a cabo una campaña contra la disidencia que, cierto, produce los mismos efectos que la policía telepática de El hombre demolido o la criptocensura y posterior declaración de persona non grata que sufre Lennox en Carrera de ratas, pero se muestra con toda la crudeza de que Bester es capaz: en una América derrotada por sus propios «salvadores» no hay lugar para la poesía.
Más desolador es aún el panorama que se nos presenta en “Su vida ya no es como antes” (1963, también conocido como “Antes la vida era distinta”). A diferencia de “Elección forzosa”, América no sufre los efectos de una radiación catastrófica; peor aún: está despoblada. En Nueva York sólo sobreviven dos personas, Jim Mayo y Linda Nielsen. Él es el típico héroe besteriano, violento pero sensible, y ella responde al estereotipo de la mujer según nuestro autor, emprendedora y de extracción social alta. Juntos intentan coexistir, pero resulta imposible. Sucumben a su propias desavenencias tanto como a una nueva amenaza externa, en forma de mutación. No hay futuro. Fin de la civilización.
Con todo, lo más destacable es la obsesión de Bester por las pautas. Rogue Winter, protagonista de la novela Los impostores, se gana la vida gracias a su capacidad para desentrañar pautas ocultas. Algo parecido sucede con Abraham Storm en “El hombre pi” (1959), tal vez el relato más alucinante surgido de la imaginación de Bester. Se trata de una persona cuya mentalidad se encuentra más allá de nuestra comprensión. Dotado de lo que él denomina Percepción Extra Normativa, su vida es una continua pasión, dominado por una sensibilidad a las estructuras que le lleva a compensar un acto con otro acto que, para un observador ajeno, tal vez resulte extravagante, pero en todo caso es necesario para respetar el equilibrio natural, las pautas, el orden del universo. Nos hallamos ante una mezcla involuntaria de Sísifo y Atlas que sigue una lógica propia, lo cual le hace mucho más inquietante que el noventa y nueve por cien de los alienígenas retratados por la cf.
El retrato de personajes va unido a esta preocupación por las pautas. Sólo así podemos entender la megalomanía de Ben Reich («Imperio», textualmente), la doble personalidad de Jake Lennox, el sentido de justicia de Gulliver Foyle o los inexplicables actos compensatorios de Abraham Storm: responden a sus propias pautas, tan diferentes de las mías o de las vuestras que a veces, como le sucede a Lincoln Powell en El hombre demolido, no entendemos sus motivaciones. Cada uno de nosotros es una isla en sí mismo, de donde se colige un individualismo muy sui generis, distinto del de un Heinlein por cuanto que no se asienta sobre convicciones ideológicas, sino que responde a la particularidad de cada cual, a una manera distinta de ver las cosas, a una mentalidad diferente, a una pauta concreta para cada individuo. Pero nos hallamos inmersos en una sociedad, una suma de individuos con fines ajenos a los de cada uno de ellos, lo cual produce un conflicto entre individuo y sociedad que suele manifestarse de un modo más bien violento: la rebelión de Reich, las borracheras de Lennox, la sed de venganza de Foyle o las salidas de tono de Storm («Tormenta», literalmente). Sólo sabiendo esto podremos entender cuentos como “El tiempo es el traidor” y “Afectuosamente Fahrenheit”.
En “El tiempo es el traidor” (1953), vemos cómo John Strapp, vendedor de Decisiones, asesina sistemáticamente a todos los individuos apellidados Kruger con quienes se va encontrando. La empresa para la que trabaja, consciente de que perder a Strapp significaría sacrificar la gallina de los huevos de oro, le busca un amigo de alquiler, el celebérrimo, dinámico y dicharachero Frank Alceste. La amistad entre ambos llega a ser sincera, y es así como Alceste advierte que, en sus ausencias, Strapp deambula por la ciudad convertido en un crápula de cuidado (algo así como Jake Lennox), buscando siempre un determinado tipo de mujer. En el pasado, Strapp estuvo enamorado de una tal Sima, que pereció asesinada por cierto individuo apellidado Kruger, y a partir de ese instante desarrolló la facultad de tomar Decisiones. Alceste —cuyo verdadero apellido, por cierto, es Kruger— se enfrenta a un dilema, que resuelve en favor de su amigo, «recreando» a Sima. Pero, ¡ay!, se enamora de ella y, cuando los lectores nos imaginamos una repetición mecánica de los dramáticos acontecimientos acaecidos años atrás, Bester nos deja con un palmo de narices y, en una memorable pirueta, nos recuerda que los sentimientos evocados traicionan y que, como decía la canción, la distancia es el olvido.
“Afectuosamente Fahrenheit” (1954) posee toda la brutalidad del Bester de Carrera de ratas. Se trata de un policíaco narrado desde un punto de vista cambiante, el del psicótico Vandaleur y su androide polivalente. Se comete una serie de asesinatos, a cual más abyecto, y todo apunta a la culpabilidad del androide de Vandaleur, con quien huye de planeta en planeta, pues no quiere desprenderse del androide, casi todo su patrimonio. Poco a poco, Vandaleur conocerá la pauta que determina la comisión de los asesinatos, y nosotros asistiremos a la poco tranquilizadora revelación de la verdadera identidad del asesino. Se trata de un relato de persecución y búsqueda, cuyo leitmotiv ha trascendido el ámbito puramente literario: ¿quién no ha oido, en la radio o en su tocadiscos, la canción que entona el androide polivalente de Vandaleur cuando la temperatura se aproxima a los 90 grados Fahrenheit: «¡Hace falta valor! ¡Hace falta valor!»? ¿No os suena? Santiago Auserón completó el estribillo, aunque esta parte es de su invención: «Ven a la escuela de calor». Ahora sí, ¿verdad?
«...no sé nada de la Nueva Ola en ciencia ficción...»
«Francamente, no sé nada de la Nueva Ola en cf(...). Todo lo que puedo decir es que recibo de buen grado lo nuevo; tengo la mayor simpatía por los que rompen con las viejas tradiciones que tienden a fosilizarse, y siempre espero aprender algo, incluso de los experimentos alocados y ridículos.»
(De “Alfred Bester: una entrevista”, p. 78)
Y así llegamos a la última etapa de la obra de Alfred Bester. En 1972 se producen cambios en la revista Holiday. Por una vez en su vida, Bester-culo-de-mal-asiento prefiere no lanzarse a la aventura, Bester-urraca decide no emprender el vuelo y se descuelga del proyecto. Regresa a la cf, su amor de toda la vida, y ya no la abandonará. Pero han sucedido muchas cosas en el transcurso de su década sabática. La New Wave lo ha cambiado todo, y los nuevos escritos de Bester, el antaño precursor, dan la impresión de ir a remolque de la vanguardia del género. Empero, no seamos crueles con él y, en lugar de hablar de «decadencia» o de «experimentos alocados y ridículos», refirámonos a ésta como una etapa en la que Bester muestra un «perfil bajo» y por la que más vale que pasemos de puntillas. Computer Connection (1974) es una novela meritoria, pero da la impresión de no tomarse a sí misma en serio. La historia que nos narra, un grupo de inmortales enfrentados a un superordenador, hubiera sido explosiva quince años antes, pero no ahora. Otro tanto sucede con Los impostores (1981): la odisea de Rogue Winter, el Sintetista, en busca de su amada Demi Jeroux, es simpática, pero no mucho más. Golem100 (1980) ni siquiera merece los calificativos de explosiva o simpática, y se queda en un experimento fallido, un exceso sinestésico cuyas ilustraciones quieren recordarnos infructuosamente al delirio final de Las estrellas mi destino. Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que la mejor novela de Bester en estos años es Nova (1968), de Samuel R. Delany, por ser más fiel a su espíritu que el propio modelo.
Lo cual nos lleva a hablar de la influencia de Alfred Bester en la cf contemporánea. Siempre se ha asimilado Bester con «precursor», lo cual es rigurosamente cierto para su producción de los años cincuenta, aunque desde luego no lo sea en los setenta. Según Peter Nicholls, «Bester es uno de los pocos escritores del género que ha franqueado inconscientemente el abismo entre la vieja y la nueva ola al convertirse en un héroe para ambas; quizá porque en sus imágenes logra evocar, casi en un mismo aliento, tanto el espacio exterior como el interior»[12]. Los capítulos finales de El hombre demolido muestran una preocupación por el espacio interior y el subconsciente tan esclarecedora como el subjetivismo a ultranza de que hace gala “Número de desaparición”. La Nueva York en ruinas de “Su vida ya no es como antes” parece anticipar los paisajes degradados de un Ballard en estado de gracia. ¿Y qué decir de Las estrellas mi destino? El alucinado pasaje sinestésico, mitad escrito mitad dibujado, con que la novela alcanza su clímax tal vez nos oculte algunas escenas y situaciones antológicas de las que el género ha bebido con posterioridad. El bombardeo masivo de la Tierra visto a través de los ojos de Olivia Presteign es inolvidable. La secta Skoptsy, cuyos miembros prescinden voluntariamente de sus sentidos para centrarse en su mundo interior, es en sí misma una definición de la New Wave, a la par que anticipo de relatos como “La persistencia de la visión”, de John Varley...
Similar influencia ejerce Bester sobre el ciberpunk. Para K.W. Jeter, «lo que se ha etiquetado como ciberpunk es el habitual redescubrimiento de Alfred Bester que se produce cada dos o tres años en el género. Casi todo lo que se califica de ciberpunk, así como casi todo lo supuestamente nuevo en cg, se parece mucho al guardarropa de Alfred Bester. O a su cubo de desperdicios»[13]. El Viejo Moisés, ordenador con el que Lincoln Powell se ayuda en su cacería de Ben Reich, nos aparece en la actualidad terriblemente anticuado, con sus fichas perforadas, pero está dotado para realizar simulaciones que tienen algo, sólo algo, de realidad virtual. En Las estrellas mi destino proliferan los ejemplos: la operación con que Foyle se convierte en una máquina de combate gracias a «microscópicos transistores» o los cambios de rasgos de Yeovil son tan ciberpunks como las pandillas callejeras, el ciberespacio o las luces de neón.
Sin embargo, la última etapa de Bester se nos aparece como mimética de la New Wave (la imaginería de Computer Connection es casi el sueño de un hippy sesentón) y no demasiado atinada como precursora del ciberpunk (el encierro «virtual» de Demi Jeroux en Los impostores es tal vez el aspecto menos logrado de la novela). La grandeza de Bester como vanguardia y avanzadilla de las posteriores revoluciones del género es un fenómeno privativo de su obra de los años cincuenta. Bester alcanza una plenitud literaria y estilística basada en una técnica muy depurada —la planificación, con unos primeros capítulos modélicos que atrapan al lector— y en unas imágenes muy visuales que serán tomadas como ejemplo a seguir por autores posteriores. Dada su relación profesional con ámbitos ajenos a la cf, Bester podía pulsar como nadie lo que se respiraba en la calle o en otros géneros e importarlo al fantástico, convertido en revolucionaria novedad. Bester-urraca, llevando al nido las joyas del mundo del cómic o de la novela negra o de la literatura general: Faulkner y Twain le inspiran “Afectuosamente Fahrenheit”; de Dumas extrae la idea de Las estrellas mi destino. Sí, Bester fue el profeta de un mundo, el de la cf, que tardó quince años en descubrir y asimilar sus propuestas. Pero también fue un hijo de su tiempo. ¿Fue, pues, un visionario que se adelantó en década y media a las propuestas de cambio del género o, por el contrario, era la ciencia ficción la que llevaba quince años de retraso? Sea como fuere, su obra perdura, es patrimonio de todos nosotros y, como sucede con los clásicos, nunca es mal momento para acercarse a ella. El hombre demolido, “Elección forzosa”, “Número de desaparición”, “Afectuosamente Fahrenheit”, Las estrellas mi destino, “Los hombres que asesinaron a Mahoma” o “El hombre pi” son razones suficientes para considerar a Bester un grande entre los grandes, un autor sin el cual —y esto es rigurosamente cierto— el género no sería el mismo. Así lo supo entender la SFWA al concederle el título de Gran Maestro en 1987, galardón que, aunque llegó a serle comunicado, no pudo recoger en persona: fallece en Pennsylvania el 30 de septiembre de ese año, de un ataque al corazón. ¿Las estrellas, su destino? Seguro que sí.
«Escribir no es lógico ni razonable»
«Escribir no es lógico ni razonable. Es un acto de loca violencia cometida contra tí mismo y el resto del mundo... al menos así es conmigo.»
(De Oh luminosa y brillante estrella, op.cit., p. 30)
El hecho de que Gigamesh dedique parte de su espacio a la obra de Alfred Bester no obedece sólo a razones puramente nostálgicas (pocos colaboradores de la revista dejamos de soltar la lagrimita evocando nuestras primeras lecturas de El hombre demolido o Las estrellas mi destino), ni a oscuros intereses comerciales (insoslayables, dada la reedición de Las estrellas mi destino por Gigamesh Libros y la —anunciada como— inminente publicación de los cuentos completos por Minotauro), tal vez ni siquiera a un candoroso sentimiento inconformista que en ocasiones lleve a más de uno a atacar la situación actual de la ciencia ficción por la vía de comparar la obra de los primeros espadas contemporáneos con la de nuestro neoyorquino de marras y dedicarse a extrapolar alegremente acerca de cuán depauperado se encuentra el género que tanto amamos y bla bla bla. Algo —o mucho— hay de lo expuesto, para qué engañarnos. Sin embargo, me gustaría realizar otra lectura de la razón de ser de este repentino interés por Bester. Existe un nutrido grupo de lectores relativamente recién llegados al género para quienes nombres como Alfred Bester o Theodore Sturgeon o Fredric Brown o Clifford D. Simak o Frederik Pohl o James Tiptree, jr. no son más que meras citas a pie de página, prolijas entradas en libros de referencia, trasnochadas recomendaciones oidas a no menos trasnochados aficionados en cualquier convención, tertulia, partida, chat, librería o sección de correo; vacas sagradas cuyo valor intrínseco se da por supuesto y en el mejor de los casos resulta muy difícil de comprobar, a no ser que se cuente con la inmensa fortuna de conocer una buena librería de lance, una biblioteca pública generosa de fondos o un tío excéntrico entre cuyas aficiones de juventud figurase la lectura compulsiva de libros de cf. Para este grupo puede suponer todo un descubrimiento el acceso a esas vacas sagradas (y las páginas de Gigamesh son una manera tan buena como cualquier otra) mediante una introducción a su vida, obra, temática, preocupaciones... que en cierto modo preparen y estimulen el que debería ser el siguiente paso, la razón de ser de todo este tinglado: la lectura. Si con este artículo conseguimos «enganchar» a un solo nuevo lector a la obra del gran Alfred Bester, habremos colmado nuestras aspiraciones.
«Siempre me saludaba con la mayor efusividad. Utilizo el término saludar sólo como algo figurativo, porque en realidad más de una vez (muchísimo más que una vez, sobre todo si él me veía a mí antes que yo lo viera a él) me brindó mucho más que un saludo verbal. Me encerraba en un abrazo y me besaba en la mejilla. Y en ocasiones, si yo le daba la espalda, no titubeaba en manosearme el trasero.»
(Isaac Asimov, “In Memoriam, Alfred Bester en Michael Bishop (ed.), Premios Nebula 1987, pp. 52-53.)