jueves, 26 de julio de 2012

«Yo soy lo que escribo» - Alfred Bester




Alfred Bester periodista y escritor de ciencia ficción, nacido en Nueva York (EE. UU.) el 18 de diciembre de 1913 y fallecido en Pensilvania en 1987.
Aunque publicó su primer relato en 1939, su salto a la fama vino a comienzos de los cincuenta, después de una etapa en la que trabajó como escritor de guiones para radio y televisión. Sus relatos, y sobre todo su premio Hugo de 1953 (el primero que se otorgaba) por El hombre demolido le encumbraron a la fama. Fama que aun aumentó con su siguiente novela: Las estrellas, mi destino (también conocida como ¡Tigre, tigre!) considerada uno de los hitos de la ciencia ficción. Sin embargo, Bester, autor no muy prolífico, abandonó el campo para dedicarse a escribir artículos para la revista Holiday (de la que llegó a ser redactor jefe).
Su vuelta a la ciencia-ficción en la década de los 70 no resultó como esperaba, y las novelas escritas por entonces resultaron un fiasco. Es por ello su fama de autor "cometa". Desalentado, volvió a abandonar el género. En 1987, moría sin haberse enterado de que acababa de recibir el galardón de Gran Maestro por su corta pero intensa carrera. Dejó, además de sus dos sobresalientes novelas, una pequeña pero exquisita colección de cuentos.
Los dos grandes temas (casi obsesivos) de Bester son los viajes en el tiempo y sus consecuencias por un lado, y la posesión de poderes paranormales o Psi por otro. Casi todos los relatos y novelas recogen alguno de los dos aspectos. Desde luego las dos principales, El hombre demolido y Las estrellas, mi destino, tratan ambas de poderes Psi. Asimismo, Las estrellas, mi destino es considerada por muchos críticos pionera del movimiento cyberpunk en cuanto a su estilo.




¡BESTER! ¡BESTER! Juan Manuel Santiago

«Yo soy lo que escribo; escribo lo que soy. No hay línea de separación entre Bester y su obra. Somos uno e indivisible.»
(De “Alfred Bester: una entrevista”, por Paul Walker. Nueva Dimensión 116, p. 76)
«Cuando le conocí, descubrí instantáneamente que podía ser clasificado dentro del grupo de “Escritores que tienen personalidades similares a las historias que escriben”.»
(Isaac Asimov, en La edad de oro. 1941, p. 197).
«Me río muchísimo, con vosotros y conmigo, y mi risa es fuerte y desinhibida. Soy una especie de tipo ruidoso. Pero no se dejen engañar por mis payasadas. Esta mente de urraca está siempre buscando picotear algo.»
(De “Mis amoríos con la ciencia-ficción”, en Oh luminosa y brillante estrella, p.280)
Alfred Bester: éste es nuestro autor. Él es lo que escribe. Lo que escribe es él, está en él y de él sale para alojarse en nuestros recuerdos de forma perenne, de modo que parte de él viva dentro de nosotros y pasemos a ser una unidad con esta urraca siempre atenta a su alrededor y a tus palabras para encontrar algo útil con que engrosar su pletórico nido, el Libro de Notas en que atesora las joyitas que con el tiempo se convertirán en sus mejores (y peores) trabajos; con este Bester-culo-de-mal-asiento, adorado pero incomprendido, histriónico y besucón si se cruza en tu camino, implacable y meticuloso a la hora de trabajar, iconoclasta y vanguardista a tiempo completo. En un mundillo como el de la cf, que ha visto transitar a todo tipo de especímenes, Alfred Bester constituye un punto y aparte, un curioso ejemplo de idas y venidas a uno y otro lado de la frontera entre el género al que ama ciegamente pero se le queda pequeño y el ámbito típicamente americano del Hagámoslo-A-Lo-Grande que le viene como anillo al dedo pero le saca de quicio. Un autor que se ha adelantado en quince o treinta años a los más importantes movimientos rupturistas de la ciencia ficción, pero que siempre vivirá de acuerdo con el espíritu de su época. Una personalidad arrolladora que, precisamente por ser lo que escribe y escribir lo que es, nos ha regalado una obra tan breve como intensa que marca una de las cimas incuestionables del género. Bester-culo-de-mal-asiento. Bester-urraca.
Nace Alfred Bester el 18 de diciembre de 1913 en Manhattan, donde transcurre su infancia, en el seno de una familia judía no practicante. No padece una férrea educación clasista o tradicionalista; tampoco pasa hambre. Crece en un ambiente de tolerancia, ese comedido libertinaje por el que se caracterizará en lo sucesivo. Dispone de una libertad que aprovecha (o desaprovecha, según se mire) con unos estudios totalmente caóticos en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia, donde según él «hice el tonto tratando de convertirme en un renacentista. Rechacé la posibilidad de especializarme y me di la cabeza contra la pared estudiando humanidades y disciplinas científicas» [1]. Después de lo cual se interesa por la escritura, en concreto por la ciencia ficción, de la que tanto había gustado en su infancia y adolescencia. Estamos, cómo no, en 1939, el Primer Gran Año en la historia del género, el del despegue, el de los "primeros vuelos” de muchos de los grandes de la CF: Heinlein, Asimov, Sturgeon, Leiber, van Vogt... Su primer relato, “Diaz-X”, se convierte en “The Broken Axiom” gracias a los consejos de los editores de Thrilling Wonder Stories, Mort Weisinger y Jack Shiff, quienes le recomiendan reescribirlo y enviarlo al concurso de relatos convocado por la revista. Resultado: primer premio, 50 dólares y publicación en el número de abril. Nace el Alfred Bester escritor.
Son unos años de los que Bester abomina, y tal vez con razón: pocos relatos destacables encontramos en el período 1939-1942. “El infierno es eterno” (1942) es poco más que un pastiche de terror victoriano con unos personajes muy ingenuos y ciertos toques de manierismo tan esperanzadores como primarios. “La presión de un dedo” (1942) presagia el interés del autor por los viajes temporales desde una óptica tal vez novedosa en su época (una especie de «observatorio» del futuro cuyo cuartel general se halla en el centro de Nueva York) pero con un desarrollo, incluida la paradoja temporal de rigor, claramente predecible. El relato más aprovechable de este período es, con diferencia, “Adán sin Eva” (1941). El experimento de Crane se salda con un rotundo fracaso: el total exterminio de la vida sobre la Tierra. Agonizante, deambula por el mundo cuya destrucción él ha propiciado, se arrastra en dirección al océano, donde sus restos devendrán en un nuevo estallido de la vida, un nuevo comienzo. «No había necesidad de Adán ni de Eva. Sólo el mar, la gran madre de la vida, era necesario» [2].
«La ciencia ficción no es una profesión para adultos»
«La ciencia ficción no es una profesión para adultos. Puede ser un entretenimiento delicioso, pero nunca debe tomarse en serio. Los que se dedican enteramente a la ciencia ficción son en su mayoría casos de desarrollo interrumpido. No hay más que leer las cartas que escriben los autores al boletín de la SFWA para entender lo que quiero decir. Muchas de ellas son completamente infantiles. Parecen escaramuzas de niños en un cuarto de juegos.»
(De “Alfred Bester: una entrevista”, op.cit., p. 73)
Pero la ciencia ficción no colma todas las aspiraciones de Bester. La década de los cuarenta y los primeros años cincuenta transcurren para Alfie como un período de aprendizaje y perfeccionamiento, años de duro trabajo en los que la ciudad de Nueva York será todo su mundo; un mundo real y caótico, tangible y delirante. Un mundo que será testigo de su cambio de actitud hacia el género: llena del cariño que se profesa a los recuerdos más entrañables de los años mozos, pero terriblemente crítica con la autocomplacencia de los malos escritores y las rarezas de editores sectarios. El fandom se le antojará, de ahora en adelante, tremendamente provinciano. Relata con inmensa lástima su encuentro con el por otro lado admiradísimo J.W. Campbell, a propósito de la adquisición del relato “Odi e Id”. Acostumbrado al lujo de las oficinas de Manhattan, se le cae el alma a los pies cuando se presenta en el destartalado cuartucho que hacía las veces de redacción de Astounding. Sigue impertérrito la corriente a un Campbell obstinado en su ridícula apología de la entonces neonata Cienciología. Reescribe el relato conforme a los consejos de Campbell, pero no por ello su impresión es menos demoledora: «He hecho algunas entrevistas extrañas en el mundo del espectáculo, pero ninguna igual a ésta. Reforzó mi opinión personal de que la mayoría de los tipos de la ciencia-ficción, a pesar de su brillantez, tienen un tornillo flojo. Quizás es el precio que deben pagar por su brillantez»[3]. No puede ser de otra manera, habida cuenta de la actividad que Alfred Bester, un hijo de la variopinta Avenida Madison, desempeña durante estos años. La ciudad es más atractiva e interesante que las naves espaciales.
No, la ciencia ficción no lo es todo para Bester. Para Bester-urraca, Bester-culo-de-mal-asiento, existe un inmenso mundo, la cultura popular, de la cual la ciencia ficción es sólo una manifestación más, entrañable por su carga emocional, su preferida si se quiere, pero en modo alguno superior a la novela policíaca, el cómic o la radio. Bester se considera ante todo un profesional, y su profesión le conduce durante toda una década en esas tres direcciones. 1939 es un gran año para la ciencia ficción, el inicio de la llamada Edad de Oro, un período en que el género adquiere carta de naturaleza, adopta la forma con que hoy lo conocemos, el canon a partir del cual se articularán posteriores movimientos de ruptura o afirmación. Algo similar sucede con el cómic en las mismas fechas. Son los años de plenitud de Al Capp, Harold Foster o Milton Caniff, los grandes maestros que con sus comic-books confieren al noveno arte una respetabilidad y difusión hasta entonces inimaginables. Paralelamente, da sus primeros pasos un nuevo subgénero cuyos personajes y tópicos siguen siendo hoy en día tan inequívocamente identificables como entonces: el cómic de superhéroes. Superman y Batman son parte del paisaje neoyorkino (o de Metrópolis, o de Gotham City) en la misma medida que el Empire State o la Estatua de la Libertad. Años dorados para el cómic, y también para la radio, todavía fresca en la memoria colectiva la convulsión originada por un tal Orson Welles y su dramatización de La guerra de los mundos...
Éste es el caldo de cultivo que encuentra Alfred Bester cuando, aconsejado nuevamente por sus editores Weisinger y Shiff, se inicia como guionista de cómic. Superman, el Capitán Marvel y Batman imprimen un nuevo cariz a la obra literaria de Bester; le contagian, como si dijéramos, sus caracteres neuróticos —Bester es lo que escribe— y un nuevo concepto, el de profesionalidad, que ya para siempre presidirá sus escritos.
«Cuando se es profesional, el trabajo es quien manda»
«Cuando se es profesional, el trabajo es quien manda. El profesional se dedica a hacer su trabajo. (...) Aunque el mundo se derrumbe a tu alrededor, termina en la fecha fijada. Escribe siempre de la manera más difícil. (...) Cuanto más duro sea el desafío, mejor será la historia. Da tiempo a que la idea madure dentro de tu mente. (...) Está siempre alerta para pescar material que pueda serte útil: situaciones, personajes, fragmentos de conversaciones, los incidentes más triviales. Usa un Libro de Citas y notas para registrarlo. Lee todo lo que puedas y consérvalo en la memoria."
(De “Alfred Bester: una entrevista”, p. 75)
Profesionalidad. Durante un lustro, Bester escribe guiones sin descanso. El método de trabajo aprendido en estos días ya no sufrirá modificaciones. A partir de ahora, cada línea de texto, cada diálogo, cada descripción estarán rigurosamente planificados, como en un guión de cómic. Nada quedará ya expuesto a la improvisación. Al mismo tiempo, los desarrollos ganan en agilidad, versatilidad y ¿por qué no decirlo? nerviosismo, como si los personajes, además de adquirir mayor profundidad y credibilidad, tuviesen un halo tenebroso de superhéroes atormentados de historieta. El resultado es por fuerza atractivo para el lector, poco acostumbrado por entonces a un estilo tan depurado y a unos personajes tan complejos. En palabras de Alejo Cuervo: «El lector no puede escaparse, y acaba también inmerso en un texto que parece cobrar vida propia. Leer a Bester es acercarse a Bester y nunca puede ser olvidado»[4]. Como escritor, Bester nunca desperdiciará una sola línea, no escribirá nada que no sea absolutamente necesario para el desarrollo de la obra. Su eclosión está próxima. Pero aún le queda una etapa en su aprendizaje: los años de radio y televisión.
Durante la segunda mitad de los cuarenta, Bester trabaja como guionista en seriales radiofónicos como Charlie Chan, Nick Carter o La Sombra. Laboriosa tarea que hace mella en el autor y precipita una ruptura interior con la irrupción de la televisión. Es entonces cuando Bester toma conciencia de las limitaciones del medio para una mente fértil como la suya. Limitaciones técnicas y creativas:
«Estaba constreñido a la censura del medio al control del cliente. Había demasiadas ideas que no se me permitía explorar. Los directivos decían que eran demasiado diferentes; que el público no las comprendería. Los contables decían que eran demasiado caras, que el presupuesto no las admitiría. Un cliente de Chicago escribió una carta enojada al productor de uno de mis programas. “Dile a Bester que desista de ser original. Todo lo que quiero es guiones ordinarios.” Fue realmente doloroso. La originalidad es la esencia de lo que un artista tiene que ofrecer».[5]
Es el momento en el que Bester-culo-de-mal-asiento decide cambiar de aires, buscar un entorno más creativo en el que se aprecien su talento y sus ideas. Ese entorno es, lógicamente, la cf, a la cual regresa a lo grande.
«No había tenido intención consciente de abrir nuevos caminos»
«No había tenido intención consciente de abrir nuevos caminos; sólo había intentado hacer un trabajo artesanal.»
(De “Mis amoríos con la ciencia ficción”, p. 270)
Si el nacimiento del autor Alfred Bester coincide con una fecha mágica, 1939 —el inicio «oficial» de la Edad de Oro de la ciencia ficción—, su retorno al género se produce en vísperas de otra fecha mágica, 1953, en la cual se publicarán algunas de las todavía hoy consideradas mejores novelas de ciencia ficción de todos los tiempos, entre ellas El hombre demolido —primer premio Hugo de la historia—, pero también Más que humano, Segunda Fundación, Mercaderes del espacio, Fahrenheit 451 o El fin de la infancia. El Segundo Gran Año.
El origen de El hombre demolido debe mucho a la constancia de Horace L. Gold, el pintoresco editor de Galaxy, cuyas conversaciones con Bester le convencen para colaborar con su revista. Bester recupera la ilusión por la cf gracias a Gold, y el éxito de la novela le permite conocer a autores como Isaac Asimov, James Blish o Theodore Sturgeon, con lo que se certifica su regreso al fandom. Y por la puerta grande, dado que nos hallamos ante una absoluta e imperecedera obra maestra, no sólo por su temática —es el gran clásico sobre telépatas— o el revolucionario mestizaje de géneros -policíaco y fantástico- que propone, sino también por el épico duelo entre Ben Reich y Lincoln Powel —dos de los personajes mejor perfilados en la historia del género— y por un estilo que aún hoy, transcurrido casi medio siglo, nos sigue sorprendiendo. Como dice John Clute: «La ciencia ficción no había destacado por su estilo antes de que Bester alterara la costumbre de escribir novelas simples porque los adolescentes las leían»[6]. Nos hallamos ante una novela compleja, con múltiples niveles de lectura (¡¡perdóname, César!!), vibrante y apasionada, apta para ser disfrutada tanto por adolescentes como por adultos. Un tipo de novela, en suma, hasta entonces inédito dentro del campo de la cf.
Como en casi todos los trabajos de Bester, El hombre demolido es la historia del conflicto entre un individuo asocial y una sociedad poco amiga de individualismos. Ben Reich es el típico héroe de Bester: egocéntrico hasta la médula y sociable sólo para guardar las apariencias. Un tipo de personaje con el que resulta muy difícil identificarse, de lo cual se deriva una de una de las grandes paradojas de su obra: Bester consigue entusiasmar al lector escribiendo sobre personajes profundamente antipáticos. Planteando la novela en términos maniqueístas, Ben Reich debería ser el «malo» de la novela, mientras que a su contrafigura, el intachable agente de la policía Lincoln Powell, le correspondería el papel de «bueno». Nada más lejos de la realidad.
Así, Ben Reich es el magnate del emporio comercial Monarch, acosado por la compañía D´Courtney, cuyo dirigente agoniza, anciano, en la mansión de Mme. María Beaumont. Atenazado por pesadillas recurrentes en las que se le aparece un hombre sin rostro, Reich decide negociar con D'Courtney, pero en apariencia éste rechaza su oferta amistosa. Enfurecido, Reich resuelve asesinar al anciano, pero se encuentra con un problema prácticamente irresoluble. La sociedad que describe la novela está controlada por telépatas o «éspers», fuertemente jerarquizados, sometidos a estrictos votos de disciplina interna y muy ligados a la policía, lo cual hace virtualmente imposible el delito. El sueño del Gran Hermano hecho realidad. Moviendo sus contactos (Reich financia una de las dos facciones enfrentadas en que se dividen los éspers, la Liga Patriótica), planea y comete el crimen con exquisita precisión. Al no quedar claros ni el motivo ni el método ni la oportunidad, Reich goza de una impunidad absoluta hasta que aparece una testigo inesperada: Barbara, la hija de D'Courtney, que había huido de la mansión al cometerse el crimen. Ofuscado, el prefecto de policía de la división psicopática, Lincoln Powell, inicia una implacable operación de acoso y derribo a Reich, al cual sabe culpable. Pero Powell debe guardar las formas: por un lado, su antagonista es demasiado poderoso; por el otro, aspira a presidir el Gremio Ésper, la facción dominante entre los telépatas. Despliega todo su ingenio para atrapar a Reich, y de paso hacerse con el dominio del más importante grupo de presión existente. El caso de su vida.
Así narrada, la novela puede parecer una simple trasposición de términos del típico policíaco, vertiente hard-boiled. Pero El hombre demolido es mucho más que eso. Nos muestra a una sociedad implacable con la disidencia, verdadero trasunto del macarthysmo, como acertadamente apuntara José Mª Catalá[7]. Ben Reich transgrede el orden establecido al cometer un asesinato, delito que no se había producido en casi cien años. Su destino es la «demolición», una especie de borrado de memoria tras el cual se producirá la reinserción de la oveja descarriada (pero aprovechable) dentro de la feliz sociedad ésper. La demolición es el peor destino posible para un individuo consciente de sí mismo en su lucha contra una sociedad homogénea en su modo de pensar, aunque no en cuanto a la igualdad de oportunidades: Ben Reich pertenece a una élite económica, se relaciona con las élites y en ningún momento se plantea renunciar a su posición. Vemos un mundo de glamour, de belleza y poder, de alta sociedad, algo que también se describe en Las estrellas mi destino. Ben Reich lo es casi todo en la sociedad en que vive, pero se rebela contra ella, llevado por un impulso autodestructivo que otorga a su personaje una enorme fuerza. Tras el odio y el asesinato late un conflicto aún más complejo, de raíces psicoanalíticas. D'Courtney muere porque quiere morir; Reich obvia la realidad —reinterpreta a su voluntad el choque personal, emocional y económico con el primero— porque quiere matar —transgredir el orden establecido— para, acto seguido, morir —la demolición—. Por encima del lucro, Reich es un individuo profundamente pasional, hasta el punto de autoinmolarse.
Pasional y apasionante. La novela es una continua sucesión de escenas inolvidables: la fiesta ésper del capítulo segundo (en la que Bester consigue mostrarnos lo que tantos autores de cf han pretendido sin éxito: una sociedad diferente de la actual, con una mentalidad totalmente ajena a la nuestra), los preparativos del crimen (la contratación de una canción pegadiza o «pepsi» con la que obsesionarse y de este modo burlar los controles telepáticos), la fiesta en el transcurso de la cual se comete el asesinato de D'Courtney (aprovechando un ridículo juego), la psicodélica persecución en la Casa del Arco Iris (cuyo laberinto simboliza el inicio del fin de Reich, además de una aproximación al «espacio interior» de la New Wave), la casi dickiana apoteosis tras la cual Reich confiesa su crimen y se desvela quién es el hombre sin rostro de sus sueños, la demolición de Reich... Pero ninguna escena tan brillante, a mi juicio, como la promesa de enemistad mutua entre Powell y Reich, por cuanto que nos muestra, con insuperable sentido de la épica, el conflicto entre honor y ética que preside tanto esta novela como Las estrellas mi destino:
«Nosotros no necesitamos leyes... Poseemos sentido del honor, pero es algo propio... Un hombre tiene su propio honor y su propia ética» (p. 97).
Y tal vez se halle aquí el porqué de la rebelión de Reich, de su derrota anunciada. Reich es un peligro objetivo para la sociedad ésper, «un camino seguro hacia la destrucción total... uno de esos raros hombres capaces de conmover el universo» (p. 227). Su redención final no quita un ápice de rotundidad a esta afirmación, por cuanto que en el camino se produce la aniquilación —«demolición»— de Reich como individuo.
«La televisión ha crecido hasta convertirse en una enorme industria...»
«La televisión ha crecido hasta convertirse en una enorme industria actualmente en los Estados Unidos: experimentada, eficiente, con demasiado dinero encima para tolerar la locura pasada que aquí se narra. Obtiene enormes beneficios pero ha perdido la aventura de su juventud.»
(Nota del autor, en Carrera de ratas, p.11)
Ya hemos visto que Bester-culo-de-mal-asiento huyó escaldado del mundo televisivo para refugiarse en su adorada ciencia ficción, hasta el punto de aceptar la escritura por encargo de El hombre demolido a costa de perderse unos mejor remunerados guiones, aunque, nos aclara años más tarde, «debo admitir que de todos modos no me gustaban los programas que estaba escribiendo»[8]. Parte de sus traumáticas experiencias le sirven de inspiración para una nueva novela, la más desconocida de Bester y acaso una de las mejores. En efecto, en Carrera de ratas (1953) encontramos algunos de los momentos culminantes de la narrativa de Bester y se nos plasma, tal vez mejor que en ningún otro de sus trabajos, sus preocupaciones más características: el protagonista atormentado, la actitud de sus personajes con respecto al amor, la caza de brujas...
La novela comienza con un muerto pendiendo cuan espada de Damocles sobre el plató donde se representa “¿Quién es?”, un programa televisivo de relativo éxito. Hasta los últimos capítulos no conoceremos la identidad del cadáver, pues la novela está estructurada en forma de flash-back, pero el candidato obvio es Jake Lennox, guionista de “¿Quién es?”, un personaje que bordea la insania mental, violento, alcohólico y con un desdoblamiento de la personalidad que le lleva a una situación límite: «Había estado librando durante diez años una batalla perdida contra sí mismo. Dos planos en su mente se odiaban entre sí y estaban desgarrándolo» (p. 19). Es, como Ben Reich o Gully Foyle, una bomba de relojería a punto de estallar y arrastrar consigo a todo su entorno, en este caso el programa. Se están recibiendo unos anónimos tan crípticos (no parecen aludir a nadie en concreto) como de pésimo gusto, y el cada vez más deteriorado Lennox investiga por su cuenta quién pueda ser el destinatario, al tiempo que trata de reconstruir un día en blanco en el que al parecer cometió toda clase de tropelías. Se trata de un descenso a los infiernos de la mente de Lennox, siempre dentro del ambivalente ambiente artístico de la Nueva York de los años cincuenta, tan despiadado como apasionante. Lennox se debate entre la fidelidad casi homosexual de su compañero de piso, Sam Cooper, y el amor fou que profesa a Gabrielle (Gabby) Valentine, la mujer que ejemplifica mejor que ninguna otra —desde Barbara D'Courtney hasta Demi Jeroux, pasando por las también inolvidables Olivia Presteign y Jisbella McQueen— las características de la heroína besteriana: una niña bien, perspicaz, tremendamente independiente, emprendedora, capaz de anular con su energía los impulsos autodestructivos del protagonista masculino y —por encima de todo— poseedora de una abnegada fidelidad que bordea la inconscienca. Lennox encauza su vida gracias a Gabby, sabedores ambos de que «eres una gran mujer, pero yo no soy un gran hombre» (p. 190).
No nos dejemos engañar por la temática policíaca y la ambientación contemporánea: Carrera de ratas es una obra bastante representativa del buen hacer de su autor, tremendamente sincera y tan digna de la consideración de clásico como El hombre demolido o Las estrellas mi destino. La huida de Lennox de la «carrera de ratas» en que se ha convertido la televisión es la huida de Bester hacia una ciencia ficción en la que puede dar rienda suelta a su creatividad. Lennox es incluido en la lista negra; Bester se siente objeto de censura. Nunca Bester dejó constancia tan clara de su inconformismo con la realidad de una América paranoica, rehén de una despiadada caza de brujas. Y para ello necesitaba escribir una novela realista, comparable en su crudeza a los trabajos más memorables de un Jim Thompson.
El conde de Montecristo...»
«Hacía tiempo que jugaba con la idea de utilizar El conde de Montecristo como modelo de una historia. La razón es simple: siempre he preferido al antihéroe, y siempre encontré altamente dramáticos los tipos convulsivos.»
(De “Mis amoríos con la ciencia ficción”, p. 272)
Y llegamos a la que para muchos —quien esto firma, sin ir más lejos— es una de las mejores novelas de cf de todos los tiempos. A estas alturas, glosar las virtudes de Las estrellas mi destino puede parecer tarea ociosa. Sin embargo, no es bueno dar nada por supuesto. Ni siquiera el título: ¿Las estrellas mi destino o ¡Tigre!¡Tigre!? El primero corresponde a la primera edición en castellano, la de Dronte, siguiendo el título de la edición norteamericana de 1956, y es el elegido por Gigamesh Libros para su reedición. El segundo es el de la edición británica, levemente corregida, por el cual se decantaron Martínez Roca y Orbis. Se trata, pues, de un mismo libro con diferentes títulos, y aquí resulta imposible unificar criterios: cada cual se refiere a esta novela con el título de la edición que antes leyó. Yo prefiero hablar de ¡Tigre! ¡Tigre!, pero para no desorientar al lector he optado por referirme a ella como Las estrellas mi destino.
Con las ganancias de sus dos primeras novelas, Bester-urraca decide levantar el vuelo. Destino: Europa. En Inglaterra comienza a escribir, pero no progresa, de modo que se desplaza a Roma, Bester-culo-de-mal-asiento, y allí todo fluye con naturalidad. Las estrellas mi destino es ya una realidad.
Al igual que en El hombre demolido, se nos describe una sociedad diferente. Si en aquélla el elemento diferenciador eran los ésper, en ésta lo es el jaunteo, la facultad humana de teleportarse sólo con la fuerza del pensamiento. Ni que decir tiene que el jaunteo altera la naturaleza misma de la sociedad: jerarquiza la estructura laboral (cuantos más kilómetros seas capaz de jauntear, mayor será tu categoría), su ausencia puede ser el peor de los castigos (de ahí que las medidas policiales, tanto las preventivas como las coercitivas, estén destinadas a impedir el jaunteo) y marca pautas de comportamiento (la alta aristocracia considera de buen gusto no jauntear). Cierto es que edificar ambas novelas sobre pseudociencias como la telepatía y la teleportación puede restarles «credibilidad científica», pero ¿a quién le importan esos pequeños detalles sin importancia, si el resultado es tan arrebatador?
Gulliver Foyle, estereotipo del hombre medio sin ninguna aptitud especial, sobrevive moribundo a bordo de la astronave Nomad. Al límite de sus fuerzas, contempla impotente cómo otra astronave, la Vorga, pasa de largo frente a él, condenándole a una muerte segura. En vez de dejarse morir, Foyle despierta, se rescata a sí mismo. A partir de ahora será «un hombre dedicado a una causa»: la venganza. Y su periplo hacia la misma será, más que el de un Gulliver, la odisea de un Ulises del futuro.
Tras conseguir arrancar la Nomad, Foyle es raptado por el llamado Pueblo Científico de los asteroides, donde se le venera, se le concede una mujer, Moira, y es salvajemente tatuado. Huye a la Tierra, tiene que aprender a jauntear de nuevo gracias a Robin Wednesbury (a la cual viola), y se lanza a una loca carrera para matar a la Vorga (sic.), propiedad del todopoderoso clan Presteign. Capturado, se le recluye en una cueva de los Pirineos, la Gouffre Martel, donde se le mantiene a oscuras para impedirle jauntear. Conoce a Jisbella McQueen, Jiz, quien le enseña a pensar. Huyen, y Jiz consigue que le borren el tatuaje, pero sólo parcialmente: en lo sucesivo, cuando Gully pierda el control de sus actos, las tramas ocultas del tatuaje enrojecerán y su rostro será el de un tigre furioso, viva imagen de la venganza.
La primera parte de Las estrellas mi destino muestra a un Gulliver Foyle aún sin desbastar, sometido tremendamente a sus instintos primarios, una fuerza indomeñable de la naturaleza. Su rostro tatuado produce repulsión y miedo. Es un monstruo, tanto en su apariencia externa como en su interior: «No tienes nada en tu interior, le dice Jiz, nada más que odio y venganza». Nada hay aprovechable en este Gulliver que odia y es odiado. Su tatuaje, que aflora cuando pierde el control, es el símbolo de este Foyle desencadenado.
Y, sin embargo, la sed de venganza puede reconducirse. Foyle aprende a controlarse, y en la segunda parte de la novela vemos a un personaje diametralmente opuesto: refinado, ocurrente, incluso ponderado. Bajo la falsa identidad de Fourmyle de Ceres, un nuevo rico que viaja con su circo ambulante, Foyle alterna con la alta sociedad y puede llevar a cabo su venganza. Pero los tiempos están revueltos, se prepara una guerra entre los Planetas Interiores y los Satélites Exteriores y Foyle va a desempeñar un papel crucial en la misma, si bien de modo involuntario. Perseguido por Peter Yang Yeovil, de los servicios de inteligencia, y por Saul Dagenham, un mutante radiactivo, Foyle persigue a su vez (y va eliminando) a todos los miembros de la tripulación de la Vorga. Quiere responsables, y poco a poco se verá inmerso en una trepidante trama en la que confluyen intereses económicos (el clan Presteign), militares (el Piros, una sustancia que puede decidir el resultado de la guerra y con la que Foyle está más relacionado de lo que quisiera) y amorosos (Foyle está perdidamente enamorado de la despreciable Olivia Presteign, albina ciega para nuestro espectro de visión pero no para los infrarrojos) y que conducirá a una apoteosis en la que Bester nos conduce a través de unos pasajes alucinantes en los que la sinestesia (confusión de sentidos) suplanta a la literatura. La New Wave acaba de nacer.
Así pues, Gulliver Foyle convierte su venganza en el nacimiento de una persona nueva, aspecto éste desarrollado de manera inmejorable en el ensayo “La geometría del tigre” de César Mallorquí (Gigamesh 22), al cual remito a los lectores. Una persona nueva que, tras el ya mencionado delirio psicodélico, trasciende su condición y guía a la sociedad hacia su liberación. Foyle se redime, y con él la humanidad, creando una nueva sociedad basada en los efectos más beneficiosos del Piros. Donde Ben Reich fracasaba —y sucumbía a la sociedad contra la cual se rebelaba— y Jake Lennox hacía tablas —perdía la batalla contra la sociedad, pero vencía en la personal—, Gulliver Foyle triunfa y nos hace triunfar a todos. ¿Cómo no identificarse con él?
Pero Foyle no lo consigue solo: está acompañado. Además de los entrañables antagonistas a los que se enfrenta (Dagenham, Yeovil, Presteign: puros villanos de cómic), cada una de las mujeres con quienes coincide representan un jalón en su camino hacia la liberación. Moira es lo primario, la mujer normal que corresponde a quien nunca quiso ser otra cosa que el hombre normal, y tarde o temprano habrá de regresar a ella, puesto que con ella empezó esta historia y, ya se sabe, Ulises acababa regresando al lugar del comienzo. Pero Foyle también es Prometeo, como da a entender Norman Spinrad[9], y necesita quien le muestre el fuego de los dioses que, andando el tiempo, entregará a la humanidad. Olivia Presteign, una arpía antológica, es la némesis de nuestro personaje. Más constructivo es el papel de Jisbella MCQueen, a quien podemos identificar con Pigmalión, por cuanto que educa a Gully y le encauza en la dirección adecuada. El de Robin Wednesbury es casi shakespeariano: es telépata unidireccional (sólo puede emitir pensamientos), de modo que Foyle, después de violarla, la utiliza como asesora de protocolo para «saber estar» en las fiestas de la alta sociedad.
Y aquí encontramos otra de las constantes en Bester: la alta sociedad, el mundo del glamour y del dolce far niente, que alcanza en esta novela dimensiones casi de culebrón. Para los Presteign, mantenerse en la cumbre es doloroso, un camino de «sangre y dinero» que los hace a ojos del lector tan atractivos como desdichados. Parece evidente que Alfred Bester es el autor melodramático por excelencia, el que mejor ha sabido reflejar las bajezas y la grandeza de una plutocracia en la que el género apenas ha profundizado más allá de los clichés; en suma, el Douglas Sirk de la cf.
Las estrellas mi destino es una novela mítica. Gulliver Foyle es el personaje por antonomasia del género y responde a un arquetipo fácilmente identificable: el del hombre mediocre que encuentra su camino de perfección mediante el deseo de venganza. El jaunteo es tan popular entre los lectores de cf como los robots o el hiperespacio. Se ha querido ver en los capítulos finales el origen directo de la New Wave y del ciberpunk. En palabras de John Clute: «Lo que hace que algunos críticos consideren ¡Tigre!¡Tigre! la mejor novela de cf de todos los tiempos es la riqueza del lenguaje y la total verosimilitud de su retrato de la vida urbana, que se adelanta en 25 años al mundo del ciberpunk»[10].
«...mis gustos se habían hecho tan elevados que parecían irritar a los fans...»
«Desafortunadamente, mis gustos se habían hecho tan elevados que parecían irritar a los fans, que exigían un tratamiento especial para la cf. Mi actitud ante la cf era considerarla simplemente una de las tantas formas de ficción y juzgarla con los estándares comunes a todas. Un relato imbécil es un relato imbécil, lo haya escrito Robert Heinlein o Norman Mailer.»
(De “Mis amoríos con la ciencia ficción”, p. 277)
Nueva huida hacia adelante. Bester-culo-de-mal-asiento vuelve a abandonar el género durante unos años: su cargo de director de la revista Holiday le impide escribir ficción, agobiado por incontables entrevistas a celebridades. Permanece ligado a la cf tan sólo como crítico en The Magazine of Fantasy and Science Fiction. Bester-urraca tiene otras metas. Una década de inactividad parece un buen momento para la recapitulación, de modo que Bester lanza al mercado sendas recopilaciones de relatos, Starbust (1958) y la brillantísima El lado oscuro de la Tierra (1964), acaso una de las más completas antologías de un solo autor jamás aparecidas en colección especializada. Es, pues, un buen momento para analizar los relatos de Alfred Bester.
La obra breve de Bester posee una serie de coordenadas propias que nos permite diferenciarla claramente de su faceta novelística. Cierto es que algunos de sus relatos inspiran sus últimas novelas. Golem100 es una revisión de “La fuga de cuatro horas”. “Santayana Said It” se convertirá en Computer Connection. No obstante, las preocupaciones temáticas de El hombre demolido, Carrera de ratas y Las estrellas mi destino difícilmente coinciden con las de “Los hombres que asesinaron a Mahoma”, “El hombre pi” o “El orinal florido·.
El viaje en el tiempo es un buen ejemplo. Para Bester, esta temática es casi una obsesión, y en sus novelas apenas la aborda directamente. Sin embargo, relatos como “Elección forzosa”, “Número de desaparición”, “Los hombres que asesinaron a Mahoma” y “El orinal florido” constituyen verdaderas lecciones magistrales al respecto y desvelan una lógica completamente distinta de la que empleaban otros autores. Para Bester, el viaje en el tiempo no es una simple operación mecánica: requiere un auténtico esfuerzo de voluntad por parte del viajante, que tiene que aceptar como algo irreversible el abandono del tiempo presente. Una vez emprendido el viaje, nos vemos embarcados en un irás-y-no-volverás tanto físico como espiritual.
Tomemos como ejemplo dos relatos en cierto modo complementarios. En “Elección forzosa” (1952) se nos presenta un mundo postatómico en proceso de (lenta) recuperación. Un agente del gobierno, Addyer, descubre un aumento de la natalidad, mayor cuanto más nos aproximamos a la zona que más sufrió los efectos del peor de los ataques nucleares. Addyer se dirige a un pueblo de Kansas, Lyonesse, donde para su sorpresa descubre autocares llenos de gente «sana y feliz». Son viajeros en el tiempo. Addyer es capturado por una organización paratemporal que, para deshacerse de él, le hace viajar al tiempo de su elección, no sin antes advertirle de los peligros inherentes a tales desplazamientos. ¿Para qué viajar a una ficticia Edad Dorada, sea ésta la de la Revolución Norteamericana o la época victoriana? No compartimos el lenguaje, la mentalidad... ni siquiera las enfermedades. Todo cambia con el tiempo. El viaje en sí es un sinsentido. «Están huyendo... de su propia época... Buscan la Edad Dorada. ¡Ilusos! Nunca están satisfechos. Siempre buscando...» No se puede elegir por propia voluntad. «El sueño, no el tiempo, es el traidor, y todos somos cómplices de la traición hacia nosotros mismos». Bester desarma así la visión tradicional del viaje en el tiempo, cuarenta años antes de Las naves del tiempo y El libro del Día del Juicio Final.
Complementario del anterior es “Número de desaparición” (1953), que plantea justamente la hipótesis contraria. La Edad Dorada ha sido posible gracias al visionario general Carpenter, una especie de Eisenhower fanatizado que conduce al país a una guerra suicida en nombre del Sueño Americano. En un hospital militar ciertos pacientes desaparecen y reaparecen a voluntad: viajan en el tiempo. Pero no a ese tiempo sometido a reglas inexorables que veíamos en el relato anterior, sino a una recreación subjetiva llena de anacronismos pero no menos real. «Retroceden a un tiempo imaginario... Han descubierto cómo tornar sus sueños en realidad».
Una síntesis de ambos se recoge en “Los hombres que asesinaron a Mahoma” (1958), el gran clásico de Bester sobre el tema. Nos hallamos ante una paradoja temporal perfecta, de la cual se deduce la imposibilidad de las paradojas temporales. En un ataque de cuernos, el científico David Hassel utiliza su máquina del tiempo para asesinar, sucesivamente, al abuelo de su esposa infiel, a la abuela materna de su esposa, a George Washington, a Colón, a Napoleón, a Mahoma, a Madame Curie... y siempre regresa a su habitación, para sorprender a su mujer en brazos del mismo hombre. ¿Qué es lo que ha fallado? Nada. Todo. El tiempo es subjetivo, «viajamos a nuestro propio pasado, y no al de los demás», pero precisamente por ello la realidad es objetiva e inmutable.
“Los hombres...” combina a la perfección humor y seriedad, y es uno de los grandes relatos de Bester y, por extensión, del género. Más ligero es “El orinal florido”, descacharrante aventura de ladrones de guante blanco en un futuro imposible en el que, a raiz de una explosión termonuclear, la humanidad ha renacido tomando como modelo las películas del Hollywood del blanco y negro. Ese mismo accidente propulsa al futuro (cinco siglos, nada menos) a la pareja protagonista, que, embargada por la nostalgia, planea el robo de objetos anteriores al desastre, entre ellos el epónimo orinal florido. Aquí Bester no plantea ninguna tesis, pero ello no hace menos disfrutable este raro ejemplo de cartoon-sf (si es que eso existe) y humor desenfrenado.
El antibelicismo es otro de los aspectos que asociaremos al Bester autor de relatos breves. Cierto, el meollo de Las estrellas mi destino es la disputa entre dos potencias en guerra (los Planetas Interiores y los Satélites Exteriores, es decir toda la humanidad) por un material, el Piros, cuya posesión puede decantar el resultado de la contienda en favor de uno u otro bando. El pacifismo de Bester resulta incuestionable en dicha novela[11], pero hay relatos en los que se analiza con mayor profundidad el fenómeno bélico. Como todo testigo de los años de la guerra fría y de la caza de brujas, Bester identifica guerra con represión ideológica. En nombre del Sueño Americano, el general Carpenter de “Número de desaparición” lleva a cabo una campaña contra la disidencia que, cierto, produce los mismos efectos que la policía telepática de El hombre demolido o la criptocensura y posterior declaración de persona non grata que sufre Lennox en Carrera de ratas, pero se muestra con toda la crudeza de que Bester es capaz: en una América derrotada por sus propios «salvadores» no hay lugar para la poesía.
Más desolador es aún el panorama que se nos presenta en “Su vida ya no es como antes” (1963, también conocido como “Antes la vida era distinta”). A diferencia de “Elección forzosa”, América no sufre los efectos de una radiación catastrófica; peor aún: está despoblada. En Nueva York sólo sobreviven dos personas, Jim Mayo y Linda Nielsen. Él es el típico héroe besteriano, violento pero sensible, y ella responde al estereotipo de la mujer según nuestro autor, emprendedora y de extracción social alta. Juntos intentan coexistir, pero resulta imposible. Sucumben a su propias desavenencias tanto como a una nueva amenaza externa, en forma de mutación. No hay futuro. Fin de la civilización.
Con todo, lo más destacable es la obsesión de Bester por las pautas. Rogue Winter, protagonista de la novela Los impostores, se gana la vida gracias a su capacidad para desentrañar pautas ocultas. Algo parecido sucede con Abraham Storm en “El hombre pi” (1959), tal vez el relato más alucinante surgido de la imaginación de Bester. Se trata de una persona cuya mentalidad se encuentra más allá de nuestra comprensión. Dotado de lo que él denomina Percepción Extra Normativa, su vida es una continua pasión, dominado por una sensibilidad a las estructuras que le lleva a compensar un acto con otro acto que, para un observador ajeno, tal vez resulte extravagante, pero en todo caso es necesario para respetar el equilibrio natural, las pautas, el orden del universo. Nos hallamos ante una mezcla involuntaria de Sísifo y Atlas que sigue una lógica propia, lo cual le hace mucho más inquietante que el noventa y nueve por cien de los alienígenas retratados por la cf.
El retrato de personajes va unido a esta preocupación por las pautas. Sólo así podemos entender la megalomanía de Ben Reich («Imperio», textualmente), la doble personalidad de Jake Lennox, el sentido de justicia de Gulliver Foyle o los inexplicables actos compensatorios de Abraham Storm: responden a sus propias pautas, tan diferentes de las mías o de las vuestras que a veces, como le sucede a Lincoln Powell en El hombre demolido, no entendemos sus motivaciones. Cada uno de nosotros es una isla en sí mismo, de donde se colige un individualismo muy sui generis, distinto del de un Heinlein por cuanto que no se asienta sobre convicciones ideológicas, sino que responde a la particularidad de cada cual, a una manera distinta de ver las cosas, a una mentalidad diferente, a una pauta concreta para cada individuo. Pero nos hallamos inmersos en una sociedad, una suma de individuos con fines ajenos a los de cada uno de ellos, lo cual produce un conflicto entre individuo y sociedad que suele manifestarse de un modo más bien violento: la rebelión de Reich, las borracheras de Lennox, la sed de venganza de Foyle o las salidas de tono de Storm («Tormenta», literalmente). Sólo sabiendo esto podremos entender cuentos como “El tiempo es el traidor” y “Afectuosamente Fahrenheit”.
En “El tiempo es el traidor” (1953), vemos cómo John Strapp, vendedor de Decisiones, asesina sistemáticamente a todos los individuos apellidados Kruger con quienes se va encontrando. La empresa para la que trabaja, consciente de que perder a Strapp significaría sacrificar la gallina de los huevos de oro, le busca un amigo de alquiler, el celebérrimo, dinámico y dicharachero Frank Alceste. La amistad entre ambos llega a ser sincera, y es así como Alceste advierte que, en sus ausencias, Strapp deambula por la ciudad convertido en un crápula de cuidado (algo así como Jake Lennox), buscando siempre un determinado tipo de mujer. En el pasado, Strapp estuvo enamorado de una tal Sima, que pereció asesinada por cierto individuo apellidado Kruger, y a partir de ese instante desarrolló la facultad de tomar Decisiones. Alceste —cuyo verdadero apellido, por cierto, es Kruger— se enfrenta a un dilema, que resuelve en favor de su amigo, «recreando» a Sima. Pero, ¡ay!, se enamora de ella y, cuando los lectores nos imaginamos una repetición mecánica de los dramáticos acontecimientos acaecidos años atrás, Bester nos deja con un palmo de narices y, en una memorable pirueta, nos recuerda que los sentimientos evocados traicionan y que, como decía la canción, la distancia es el olvido.
“Afectuosamente Fahrenheit” (1954) posee toda la brutalidad del Bester de Carrera de ratas. Se trata de un policíaco narrado desde un punto de vista cambiante, el del psicótico Vandaleur y su androide polivalente. Se comete una serie de asesinatos, a cual más abyecto, y todo apunta a la culpabilidad del androide de Vandaleur, con quien huye de planeta en planeta, pues no quiere desprenderse del androide, casi todo su patrimonio. Poco a poco, Vandaleur conocerá la pauta que determina la comisión de los asesinatos, y nosotros asistiremos a la poco tranquilizadora revelación de la verdadera identidad del asesino. Se trata de un relato de persecución y búsqueda, cuyo leitmotiv ha trascendido el ámbito puramente literario: ¿quién no ha oido, en la radio o en su tocadiscos, la canción que entona el androide polivalente de Vandaleur cuando la temperatura se aproxima a los 90 grados Fahrenheit: «¡Hace falta valor! ¡Hace falta valor!»? ¿No os suena? Santiago Auserón completó el estribillo, aunque esta parte es de su invención: «Ven a la escuela de calor». Ahora sí, ¿verdad?
«...no sé nada de la Nueva Ola en ciencia ficción...»
«Francamente, no sé nada de la Nueva Ola en cf(...). Todo lo que puedo decir es que recibo de buen grado lo nuevo; tengo la mayor simpatía por los que rompen con las viejas tradiciones que tienden a fosilizarse, y siempre espero aprender algo, incluso de los experimentos alocados y ridículos.»
(De “Alfred Bester: una entrevista”, p. 78)
Y así llegamos a la última etapa de la obra de Alfred Bester. En 1972 se producen cambios en la revista Holiday. Por una vez en su vida, Bester-culo-de-mal-asiento prefiere no lanzarse a la aventura, Bester-urraca decide no emprender el vuelo y se descuelga del proyecto. Regresa a la cf, su amor de toda la vida, y ya no la abandonará. Pero han sucedido muchas cosas en el transcurso de su década sabática. La New Wave lo ha cambiado todo, y los nuevos escritos de Bester, el antaño precursor, dan la impresión de ir a remolque de la vanguardia del género. Empero, no seamos crueles con él y, en lugar de hablar de «decadencia» o de «experimentos alocados y ridículos», refirámonos a ésta como una etapa en la que Bester muestra un «perfil bajo» y por la que más vale que pasemos de puntillas. Computer Connection (1974) es una novela meritoria, pero da la impresión de no tomarse a sí misma en serio. La historia que nos narra, un grupo de inmortales enfrentados a un superordenador, hubiera sido explosiva quince años antes, pero no ahora. Otro tanto sucede con Los impostores (1981): la odisea de Rogue Winter, el Sintetista, en busca de su amada Demi Jeroux, es simpática, pero no mucho más. Golem100 (1980) ni siquiera merece los calificativos de explosiva o simpática, y se queda en un experimento fallido, un exceso sinestésico cuyas ilustraciones quieren recordarnos infructuosamente al delirio final de Las estrellas mi destino. Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que la mejor novela de Bester en estos años es Nova (1968), de Samuel R. Delany, por ser más fiel a su espíritu que el propio modelo.
Lo cual nos lleva a hablar de la influencia de Alfred Bester en la cf contemporánea. Siempre se ha asimilado Bester con «precursor», lo cual es rigurosamente cierto para su producción de los años cincuenta, aunque desde luego no lo sea en los setenta. Según Peter Nicholls, «Bester es uno de los pocos escritores del género que ha franqueado inconscientemente el abismo entre la vieja y la nueva ola al convertirse en un héroe para ambas; quizá porque en sus imágenes logra evocar, casi en un mismo aliento, tanto el espacio exterior como el interior»[12]. Los capítulos finales de El hombre demolido muestran una preocupación por el espacio interior y el subconsciente tan esclarecedora como el subjetivismo a ultranza de que hace gala “Número de desaparición”. La Nueva York en ruinas de “Su vida ya no es como antes” parece anticipar los paisajes degradados de un Ballard en estado de gracia. ¿Y qué decir de Las estrellas mi destino? El alucinado pasaje sinestésico, mitad escrito mitad dibujado, con que la novela alcanza su clímax tal vez nos oculte algunas escenas y situaciones antológicas de las que el género ha bebido con posterioridad. El bombardeo masivo de la Tierra visto a través de los ojos de Olivia Presteign es inolvidable. La secta Skoptsy, cuyos miembros prescinden voluntariamente de sus sentidos para centrarse en su mundo interior, es en sí misma una definición de la New Wave, a la par que anticipo de relatos como “La persistencia de la visión”, de John Varley...
Similar influencia ejerce Bester sobre el ciberpunk. Para K.W. Jeter, «lo que se ha etiquetado como ciberpunk es el habitual redescubrimiento de Alfred Bester que se produce cada dos o tres años en el género. Casi todo lo que se califica de ciberpunk, así como casi todo lo supuestamente nuevo en cg, se parece mucho al guardarropa de Alfred Bester. O a su cubo de desperdicios»[13]. El Viejo Moisés, ordenador con el que Lincoln Powell se ayuda en su cacería de Ben Reich, nos aparece en la actualidad terriblemente anticuado, con sus fichas perforadas, pero está dotado para realizar simulaciones que tienen algo, sólo algo, de realidad virtual. En Las estrellas mi destino proliferan los ejemplos: la operación con que Foyle se convierte en una máquina de combate gracias a «microscópicos transistores» o los cambios de rasgos de Yeovil son tan ciberpunks como las pandillas callejeras, el ciberespacio o las luces de neón.
Sin embargo, la última etapa de Bester se nos aparece como mimética de la New Wave (la imaginería de Computer Connection es casi el sueño de un hippy sesentón) y no demasiado atinada como precursora del ciberpunk (el encierro «virtual» de Demi Jeroux en Los impostores es tal vez el aspecto menos logrado de la novela). La grandeza de Bester como vanguardia y avanzadilla de las posteriores revoluciones del género es un fenómeno privativo de su obra de los años cincuenta. Bester alcanza una plenitud literaria y estilística basada en una técnica muy depurada —la planificación, con unos primeros capítulos modélicos que atrapan al lector— y en unas imágenes muy visuales que serán tomadas como ejemplo a seguir por autores posteriores. Dada su relación profesional con ámbitos ajenos a la cf, Bester podía pulsar como nadie lo que se respiraba en la calle o en otros géneros e importarlo al fantástico, convertido en revolucionaria novedad. Bester-urraca, llevando al nido las joyas del mundo del cómic o de la novela negra o de la literatura general: Faulkner y Twain le inspiran “Afectuosamente Fahrenheit”; de Dumas extrae la idea de Las estrellas mi destino. Sí, Bester fue el profeta de un mundo, el de la cf, que tardó quince años en descubrir y asimilar sus propuestas. Pero también fue un hijo de su tiempo. ¿Fue, pues, un visionario que se adelantó en década y media a las propuestas de cambio del género o, por el contrario, era la ciencia ficción la que llevaba quince años de retraso? Sea como fuere, su obra perdura, es patrimonio de todos nosotros y, como sucede con los clásicos, nunca es mal momento para acercarse a ella. El hombre demolido, “Elección forzosa”, “Número de desaparición”, “Afectuosamente Fahrenheit”, Las estrellas mi destino, “Los hombres que asesinaron a Mahoma” o “El hombre pi” son razones suficientes para considerar a Bester un grande entre los grandes, un autor sin el cual —y esto es rigurosamente cierto— el género no sería el mismo. Así lo supo entender la SFWA al concederle el título de Gran Maestro en 1987, galardón que, aunque llegó a serle comunicado, no pudo recoger en persona: fallece en Pennsylvania el 30 de septiembre de ese año, de un ataque al corazón. ¿Las estrellas, su destino? Seguro que sí.
«Escribir no es lógico ni razonable»
«Escribir no es lógico ni razonable. Es un acto de loca violencia cometida contra tí mismo y el resto del mundo... al menos así es conmigo.»
(De Oh luminosa y brillante estrella, op.cit., p. 30)
El hecho de que Gigamesh dedique parte de su espacio a la obra de Alfred Bester no obedece sólo a razones puramente nostálgicas (pocos colaboradores de la revista dejamos de soltar la lagrimita evocando nuestras primeras lecturas de El hombre demolido o Las estrellas mi destino), ni a oscuros intereses comerciales (insoslayables, dada la reedición de Las estrellas mi destino por Gigamesh Libros y la —anunciada como— inminente publicación de los cuentos completos por Minotauro), tal vez ni siquiera a un candoroso sentimiento inconformista que en ocasiones lleve a más de uno a atacar la situación actual de la ciencia ficción por la vía de comparar la obra de los primeros espadas contemporáneos con la de nuestro neoyorquino de marras y dedicarse a extrapolar alegremente acerca de cuán depauperado se encuentra el género que tanto amamos y bla bla bla. Algo —o mucho— hay de lo expuesto, para qué engañarnos. Sin embargo, me gustaría realizar otra lectura de la razón de ser de este repentino interés por Bester. Existe un nutrido grupo de lectores relativamente recién llegados al género para quienes nombres como Alfred Bester o Theodore Sturgeon o Fredric Brown o Clifford D. Simak o Frederik Pohl o James Tiptree, jr. no son más que meras citas a pie de página, prolijas entradas en libros de referencia, trasnochadas recomendaciones oidas a no menos trasnochados aficionados en cualquier convención, tertulia, partida, chat, librería o sección de correo; vacas sagradas cuyo valor intrínseco se da por supuesto y en el mejor de los casos resulta muy difícil de comprobar, a no ser que se cuente con la inmensa fortuna de conocer una buena librería de lance, una biblioteca pública generosa de fondos o un tío excéntrico entre cuyas aficiones de juventud figurase la lectura compulsiva de libros de cf. Para este grupo puede suponer todo un descubrimiento el acceso a esas vacas sagradas (y las páginas de Gigamesh son una manera tan buena como cualquier otra) mediante una introducción a su vida, obra, temática, preocupaciones... que en cierto modo preparen y estimulen el que debería ser el siguiente paso, la razón de ser de todo este tinglado: la lectura. Si con este artículo conseguimos «enganchar» a un solo nuevo lector a la obra del gran Alfred Bester, habremos colmado nuestras aspiraciones.
«Siempre me saludaba con la mayor efusividad. Utilizo el término saludar sólo como algo figurativo, porque en realidad más de una vez (muchísimo más que una vez, sobre todo si él me veía a mí antes que yo lo viera a él) me brindó mucho más que un saludo verbal. Me encerraba en un abrazo y me besaba en la mejilla. Y en ocasiones, si yo le daba la espalda, no titubeaba en manosearme el trasero.»
(Isaac Asimov, “In Memoriam, Alfred Bester en Michael Bishop (ed.), Premios Nebula 1987, pp. 52-53.)

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