Juan Sasturain (1945 en Adolfo Gonzales Chaves, provincia de Buenos Aires) es un periodista, guionista de historietas, escritor y conductor de TV argentino. En sus comienzos tuvo contacto con el ambiente del fútbol y llegó a probarse en varios clubes.
Egresado de Letras y docente de Literatura, terminó de inclinarse por el periodismo y colaboró en Clarín; diario La Opinión y Página/12. Se desempeñó como jefe de redacción de las revistas Humor y Superhumor. En 1981 conoció al dibujante Alberto Breccia y juntos elaboraron la historieta "Perramus", la cual ganó gran prestigio en el país y en el exterior, donde llegó a ser premiada por Amnesty International (Amnistía Internacional, el organismo de derechos humanos Premio Nobel de la Paz 1977). Dirigió la revista Fierro en 1984, a la que subtituló Historietas para Sobrevivientes. Fierro dejó de circular en 1994 pero Sasturain regresó para dirigir su relanzamiento desde noviembre de 2006, con Página/12 como editora. Como director del suplemento deportivo de Página/12, escribió en forma regular sobre fútbol. En ese diario, continúa como editor. Conduce el programa de televisión "Ver Para Leer",
que trata sobre libros y escritores que él y otros famosos recomiendan.
El programa es emitido los domingos a la medianoche por Telefé (Canal 11, de Argentina). En la actualidad, Juan Sasturain, conduce semanalmente el programa Continuará... en el Canal Encuentro, sobre la historia de la historieta argentina.
Supongamos
que te despiertes un día desnudo en la cama de un cuarto vacío e impecable, que
tu única certeza sea un vago dolor por todo el cuerpo y que sientas que es sólo
el residuo de un gran dolor anterior, ya en retirada; que mires alrededor y no
reconozcas el lugar ni tu propio rostro en el espejo te diga nada; que
disfrutes de la visión del parque en la ventana, que sepas el nombre de las
cosas pero no el tuyo. Que apenas el idioma en que esté escrito el diario
abandonado junto a tu cabecera te resulte comprensible, pero no los personajes
de los que hable, ni la ciudad ni la fecha al pie de un título inexpresivo.
Que
en cierto momento alguien entre al cuarto y sepas quedarte sin preguntar pero
además compruebes, con alivio inexplicable, que tampoco te pregunten; que en
horas y en días sucesivos personas formales e impenetrables se ocupen de
alimentarte, vestirte, mostrarte una ciudad que te resulte vagamente familiar,
como conocida en un sueño; que todo transcurra de un modo natural, que nadie te
ordené nada pero que sepas, simplemente, qué ha de suceder cada día.
Que
una noche te despierte el rumor del roce de las sábanas a tu lado y sientas
deslizarse un cuerpo desnudo y cálido; que la mujer o el cuerpo que la
represente sea joven y saludable, distante pese a la evidencia de su entrega;
que su piel tenga el sabor y los detalles de lo conocido; que no sepa su
nombre; que cuando respires junto a su boca sientas el aire usado, la
devolución de un aliento vivido.
Que
te entregues dócil a esas sensaciones y esperes una revelación inminente, y que
no llegue.
Que
esa noche puedan ser varias noches o una sola interminable, que la mujer pueda
ser otras mujeres o la misma, multiforme pero siempre más cómoda y simple al
exponer su pasión sin palabras, un silencio elocuente que agradezcas. Que en la
facilidad del contacto, en el modo en que la busques cada vez, te acoples, y
finalmente la penetres, exista una naturalidad implacable, como si el cuerpo
obrara con una rutina sensual que reconozcas pero no puedas describir. Que ella
se vuelque una y otra vez sobre ti, como oleadas de cálida memoria que te
invadieran desde los sentidos; que su lengua te acaricie el interior de la boca
como si no estuvieras allí y sólo existiera el tanteo dulce e insistente en tu
secreta oscuridad tras algo perdido que tú poseas y ella busque para mostrarte;
que sus pechos te revelen, sutiles, lentos y fugaces, el vello erizado de
propia espalda, un mapa ignorado que ella dibuje con leves contactos
espaciados, apenas pespuntes que evoquen un dolor ambiguo; que sus muslos te
rocen suavísimos pero reiterados, un modo de lijar tiernamente tu piel, de
buscar algo más por debajo, como si le quitaran capas de pintura a un mueble
antiguo y olvidado de su auténtica madera. Que todo esto suceda una y otra vez
y muchas veces pero que finalmente salgas de ese cuerpo y su influencia como de
una espiral, lentamente hacia afuera, alejándote de ese centro oscuro hacia la
luz, y que en el dragón tatuado sobre el tibio muslo desvelado al amanecer reconozcas
el mismo monstruo interrogante que te espere cada mañana en el monograma de las
toallas, en la loza de tu mesa diaria.
Que
esa revelación no te quite el sueño pero que lo pueble desde entonces.
Supongamos
que finalmente, una mañana, alguien cortés pero no cordial te lleve por pasillos
largos y salones vacíos hacia la salida, que te suba a un coche negro pero no
sombrío, y que recorras con él la ciudad sin nombrarla; que ya en las afueras
lleguen a una casona de ladrillos gastados, vieja pero no abandonada, donde
tras las cortinas siempre sea de noche; que se te conduzca por pasadizos sucesivos,
franqueándote herméticas puertas de hierro y madera hasta llegar a la habitación
donde alguien te espere, y que el que te haya llevado le diga, antes de dejarte
a solas con él:
—Todo
tuyo, Subjuntivo.
Que
el hombre que te observe sentado sea gordo y viejo, con cara de niño ferozmente
envejecido bajo la luz cenital y única que caiga sobre su escritorio desnudo,
sólo ocupado por el ominoso dragón de bronce que reconozcas en un extremo; que
sin decir una palabra meta una mano laxa en el interior de la chaqueta y que
cuando esperes que extraiga un arma o alguna forma de amenaza sólo te extienda
un sobre: que lo abras y descubras en el interior una fotografía en la que dos
hombres, ante lo que has de suponer un repentino flash, antepongan las
infructuosas palmas de las manos, se aterroricen. Que te resulten desconocidos
y lo manifiestes, y que el llamado Subjuntivo no se muestre extrañado sino que
te diga, precisa pero casi casualmente:
—Acaso
te convenga averiguar quiénes hayan sido estos dos... Dónde, cuándo y por qué
hayan estado ahí donde estuvieran en el momento de la foto.
Que
al decirlo te señale con un dedo corto y blando el rectángulo en blanco y
negro, una ampliación evidente, y que finalmente agregue:
—Hagamos
de cuenta que para averiguarlo dispongas de dos semanas de plazo y que puedas
utilizar todos los recursos que encuentres en este edificio, puestos a tu
disposición.
—¿Una
especie de test?—acaso preguntes.
—Supongamos
que sí —se te conceda.
—Supongamos
que no pueda ni deba negarme... —te atrevas a parodiar.
—...Y
supongamos que cuando llegues al final, todo esto haya acabado —acaso concluya
él.
Luego
se levante, te dé una fría mano tatuada de dragones, y te deje solo.
Pueda
ser que una vez más no preguntes nada, que aceptes la tarea con el alivio
inexplicable de alguien que se sospechase culpable aunque no supiera de qué. Y
pueda ser que durante los siguientes días te empeñes en cumplir tu misión y que
no te resulte tan difícil, pues en ese extraño edificio todo y todos no hagan
otra cosa que complacerte.
Que
tu tiempo se divida desde entonces en largas jornadas diurnas de investigación
y noches saturadas de fantasmas sin nombre. Que el día y la penumbra se
alimenten ciegamente de una misma sustancia inasible: que durante la vigilia y
el trabajo evoques a la reiterada mujer del dragón, luego al dragón aislado
sobre la piel, como una rúbrica al final de un documento desconocido, pero que
cuando vuelva la oscuridad te lleves al lecho, junto a ella, las obsesiones
avivadas por los trabajos del día.
Que
en dos semanas, con sorprendente facilidad y utilizando medios que te resulten
oscuramente familiares —archivos gráficos completos, dossiers personales que
imagines de acceso privado, todos los recursos propios de una organización
secreta—, llegues a descubrir la identidad de los extraños; que luego
identifiques el lugar, esa sala cinematográfica, ese teatro semiabandonado en
el que hayan sido asesinados —pues de eso se trate— y finalmente averigües la
fecha exacta, no muy lejana, del crimen. Que llegues a reunir, incluso, todos
los datos sobre el asesino —no su identidad, sí sus peripecias: huida, captura
y desaparición — y que te atrevas a pedir una reunión con Subjuntivo para
mostrarle tus logros.
Que
la entrevista te sea concedida y que sean escuchadas con atención tus
deducciones sin duda correctas. Que finalmente, cuando hayas terminado tu
exposición, Subjuntivo la apruebe con una sonrisa cansada y te diga que nunca
hubiera esperado menos de ti. Que en ese momento se lleve por segunda vez la
mano al bolsillo interior de la chaqueta y extraiga un nuevo sobre, un poco
mayor y más abultado, y te lo entregue para que lo abras. Que saques una carta
y una foto; que te detengas primero en ésta, que sea la misma que la anterior
pero ampliada — que se pueda ver ahora el signo del dragón tatuado en las
palmas de las manos tendidas hacia adelante de los desgraciados — y que, con
mayor campo, ahora se te revele la presencia de alguien en primer plano, de
espaldas pero reconocible — sobre todo para ti — disparándole a los dos aterrorizados.
Supongamos
que el que dispare en la foto seas tú.
Que
te asombres, que pidas o des explicaciones pero que Subjuntivo no se inmute ni
parezca oírte y sólo te indique
que
leas la carta.
Supongamos
que la leas, que sea este mismo texto, que acaso en un relámpago de precaria
lucidez se te revele ahora el sentido de la tarea encomendada, de esas amables
visitas nocturnas, exploradoras sutiles no de tu cuerpo sino de tu memoria; supongamos
que cuando levantes la mirada te encuentres con la mía y que yo mismo,
Subjuntivo, te diga:
—Supongamos
que hayas matado a dos de los míos y que no lo recuerdes. Que ni siquiera sepas
quiénes sean los míos o los tuyos y que eso no importe ya. Que en el duro
trámite de tu captura hayas perdido accidentalmente la memoria e identidad pero
no aptitud y raciocinio. Que no hayamos querido matarte en la ignorancia —-esa
forma sutil y tramposa de la inocencia— para que no lo creyeras injusto y te
autocomplacieras en el dolor, te otorgaras alguna razón mentirosa.
Supongamos
que te hayamos incitado por todos los accesos de la piel y de la mente para
develarte tu oscuro secreto; que te desordenáramos los sentidos en el amor o su
simulacro, que te entregáramos las claves para que tu inteligencia convocara a
la memoria. Supongamos que hayamos creído que para que el castigo fuera tal
debieras sentir culpa y no sólo miedo en este momento.
Supongamos,
finalmente, que yo sólo haya querido que cuando saque este revólver, dispare y
te mate, acaso no sepas quién muera pero sí entiendas por qué.
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