Juan Manuel Puig Delledonne, más conocido como Manuel Puig (28 de diciembre de 1932, General Villegas, Provincia de Buenos Aires - 22 de julio de 1990, Cuernavaca, Mor., México) fue un escritor argentino.
Pasó su infancia en su pequeño pueblo natal. Emigró a la capital
argentina para llevar a cabo sus estudios secundarios. Después de
iniciar diferentes estudios superiores, optó por estudiar
cinematografía, para lo cual se trasladó a Italia. No concretó su formación y terminó realizándose como escritor. Vivió en Roma, París, Londres, Estocolmo, Nueva York, Río de Janeiro
y Cuernavaca. Es autor de ocho novelas y cuatro obras de teatro. Es
reconocido por su uso del recurso literario conocido como polifonía.1
Fragmento
de la entrevista a Manuel Puig, publicada
en la revista ECO, N° 173 (Bogotá /
Marzo 1975), con motivo de su cuarta
novela "El beso de la Mujer
Araña".
El autor es Danubio Torres Fierro
El autor es Danubio Torres Fierro
/
-¿Ves esta novela (El
beso de la mujer araña) como
solitaria con las demás?
-Creo que tiene mucho que
ver, en especial con La traición de
Rita Hayworth, donde había
personajes que relataban cosas. Creo que
en esta ocasión me lanzo más al terreno
del mal gusto, y de una manera distinta.
Soy yo quien veo y analizo ese mal gusto
(entre comillas) mientras en las demás
lo veía a través de los personajes; es
decir, en Boquitas pintadas
trataba la cursilería porque, al tener
que ocuparme de esos personajes, era
inevitable. Interpretaba la cursilería
como un fenómeno originado en argentinos
de primera generación. Tú sabes que la
masa de la población argentina fue
formada por la inmigración de principios
de siglo, sobre todo italianos, y esos
campesinos que llegaron para cambiar de status
era gente que venía a olvidar sus
tradiciones, no a continuarlas. Por eso,
a sus hijos no le aportaron nada
culturalmente, ya que todo lo que fuera
su tradición convenía olvidarlo. Eso
explica que los hijos tuvieran, ante
todo, que inventarse un idioma porque en
la casa no aprendían el español. Allí
sólo se hablaban dialectos. Este estilo
de vida y este idioma que tuvieron que
aprender, sobre todo en la calle, debió
echar mano a modelos totalmente irreales,
como el cancionero, los subtítulos del
cine, la radio, el periodismo más
popular y, en particular, el tono
truculento del tango. Esos modelos,
además de irreales eran retóricos.
¡Ah!, me olvidaba: también estaba el
lenguaje ultraretórico de los libros de
lectura en la escuela primaria. Todo esto
los llevó a un callejón sin salida.
Existía, en todos ellos, el deseo de
mejorar, de acceder a otro nivel, pero el
ideal de fineza y elegancia sólo los
conducía a la cursilería.
-Ese es, ni más ni menos,
el contexto de tus novelas.
-Yo trabajo mucho con el
lenguaje de los personajes, y de él se
desprende, ciertamente, un torrente de
cursilería. Me interesaba trabajar con
ese lenguaje que auspiciaba la gran
pasión, esa retórica del gran amor, del
gran sacrifico, de la nobleza. El drama
de esa gente era que tenía que hablar
ese lenguaje, pero no podía actuar de
acuerdo a él. Lo que me importaba era
jugar con ese contraste, es decir, con el
hecho de que ellos creían en esa
retórica de la pasión porque habían
sido educados en esos tangos, en esos
filmes; aunque, en el fondo, se trataba
de una creencia muy superficial. Ya
sabemos que las reglas del juego eran
otras en la clase media. Se trataba de
actuar muy calculadamente, y no
pasionalmente. Yo veo a la clase media de
aquel tiempo como rindiendo examen
constantemente. Lo que se imponía era el
autocontrol, la represión en todos sus
aspectos, empezando por el sexual, con
ese ritual de la seducción y el
posterior abandono que lo caracterizaba.
-¿Eso a dónde te llevó?
-A que, a través de mis
personajes, me las viera con el mal
gusto, con la cursilería. Me fascinaba
el fenómeno de la cursilería. Pero me
quedaba ahí, en la reproducción, en el
análisis. Creo que conscientemente
(inconscientemente sí) no lo gozaba.
-Se puede advertir que, en
la medida que vas recreando y registrando
ese lenguaje y esa forma de ser,
introduces dosis de acidez, de
corrosión.
-Espero que, a través de la
lectura, salga en claro que los
personajes no son totalmente responsables
de su conducta. Son producto de su medio.
Lo que los oprime es la imposibilidad de
pensar por sí mismos, de ser originales.
Ellos mismos se encargan de cavarse la
fosa; la mujer en base al sometimiento, y
el hombre al creer en la máscara que
lleva de la superioridad, del mando.
Pero, retomando lo que te decía,
trabajaba con la cursilería e,
inconscientemente, ya estaba gozándola.
Ahora me parece que hay que ir un poco
más allá. Porque debo reconocer
conscientemente, que gozo muchísimo con
ciertas manifestaciones de lo que se
llama mal gusto. Y descubro, en su
habitual rechazo, otra forma de
represión. Hubo una acción represiva
del buen gusto durante siglos y, por eso,
hay que reconsiderarlo todo.
-¿Sería algo similar a lo
que proponen el kitsch y el camp?
-Sí, por ahí. Pero el
movimiento kitsch se presenta de
alguna manera, como culpable, es algo
vergonzante. Entra en materia, aunque con
cierta distancia. Yo quisiera eliminar
esa distancia impulsado por un intento de
sinceridad. Si gozo con ciertas
manifestaciones del llamado mal gusto
debo aceptarlo y, por eso, quiero
investigarme, no traicionarme. Si me
gustan esas cosas las voy a vivir, las
voy a defender. Eso es lo que hago en
esta nueva novela. Tengo el temor de que
las formas cultas del arte hayan ejercido
una grave represión, y de que haya
posibilidades fascinantes dentro de las
expresiones condenadas y descartadas. Uno
de los protagonistas de esta novela soy
yo en buena medida, y a través de él
estoy saboreando las películas más
denigradas y las letras de los boleros
más bochornosas.
-¿Qué descubres allí?
-Descubro poesía bajo
formas primitivas pero irresistibles. Por
ejemplo, hay un arranque de la orquesta
(música de Agustín Lara), al final de Mujer,
de Chano Ureta, subrayando el reencuentro
de los protagonistas, a la salida de la
penitenciaría, con un fondo de cielo
crepuscular, sublime como podría serlo
el final del primer acto de Tristán e
Isolda. Y para qué hablarte de
ciertas letras de tango de Alfredo Le
Pera: "Sentir / que es un soplo la
vida, / que veinte años no es nada, /
que febril la mirada / errante en la
sombra / te busca y te nombra". O
Toña la Negra, el domingo pasado, por la
TV en colores, cantando con una
escenografía de palmeras que, aquí sí,
las palabras me faltan. Actualmente,
estoy viendo mucho cine mexicano viejo
por TV, películas de ínfima categoría
–según los críticos. Pero
riquísimas algunas. Quiero entregarme a
eso. Si resulta que, al fin del
experimento, simplemente tengo mal gusto,
paciencia. Pero se me ocurre que no, que
hay un terreno que debemos reconsiderar:
los folletines de Negrete, la letra de
los boleros y, ahora, la TV en colores.
Cosas que están desprestigiadas pero
que, a mí, se me ocurren de validez
estética. Recorro esos terrenos en mi
nueva novela. Siempre, claro, a través
de un personaje. Todavía no me he
animado a escribirlo yo en tercera
persona.
-¿Cómo explicas el auge de
la moda retro, la nostalgia por el pasado
y, en especial, por los años veinte?
-Ahí hay algo que me
interesa. Primero hablemos del cine. Yo
no sé si es una manía, pero sucede que
una película "tiene" vigencia
uno o dos años y ya después no
interesa, se olvida, se pasa a otra cosa
y si uno, quince años más tarde la
quiere reconsiderar, lo tildan de
nostálgico. Me parece un grave error.
Leer a Céline no es nostálgico; en
cambio, si me intereso por ver cine de
los años cuarenta, saltan y dicen
"¡ah!, pura nostalgia". ¿Por
qué esa actitud? ¿Por qué el cine
deber ser tan caduco? En las librerías
se encuentran libros de todas las épocas
así que hay que preguntarse por qué no
se puede dar cine, comercialmente, de
todas las épocas también. Más aún:
una mala película de 1940, por el solo
hecho de haber registrado una porción de
ese momento, de la gente que pertenecía
a aquella época, enlata al tiempo.
Aunque la imagen retratada haya sido
distorsionada por una M.G.M., sabemos que
la imagen deformada nos puede devolver
–a veces- la imagen auténtica,
verdadera de la realidad. Por eso, la
distorsión que podía dar la M.G.M. de
un episodio de la guerra de secesión ya
es interesante: nos va a hablar sobre los
móviles políticos de los años
cuarenta. Tomemos otro ejemplo: una
película hecha en el mismo año sobre
los alemanes, por más artificial que
sea, nos informa sobre la mentalidad
imperante en ese momento. El cine, aparte
de su valor estético, va a tener una
vigencia enorme en la medida que es,
justamente, tiempo enlatado.
-La historia como un gran
cementerio de rollos de película,
¿verdad?
-Sí, claro. Eso no sucede
con la literatura y, menos, con el
teatro. No podemos ver una
representación de Eurípides tal como se
hacía en su tiempo, pero en cambio sí
cómo se hacía en su época Extraño
interludio, de O’Neill: está
filmado por la Metro. Creo que en la
cuestión nostálgica pasa algo de ese
fenómeno. La gente, de algún modo, se
da cuenta de que las películas viejas
son de un interés notable. Es probable,
además, que el paso de este siglo haya
sido tan veloz que no haya habido tiempo
para detenerse a pensar en cada
movimiento nuevo que surgía. No hubo
tiempo para asimilarlos. El expresionismo
alemán, que fue cancelado con la subida
de Hitler, ¿cómo no nos va a resultar
interesante retomarlo en la medida que
justamente quedó truncado? Los
movimientos, en general, fueron veloces,
y no hubo tiempo de que se agotaran.
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