Horacio Silvestre Quiroga Forteza (Salto, Uruguay, 31 de diciembre de 1878 – Buenos Aires, Argentina, 19 de febrero de 1937), cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo. Fue el maestro del cuento latinoamericano, de prosa vívida, naturalista y modernista.2
Sus relatos breves, que a menudo retratan a la naturaleza como enemiga
del ser humano bajo rasgos temibles y horrorosos, le valieron ser
comparado con el estadounidense Edgar Allan Poe.
La vida de Quiroga, marcada por la tragedia, los accidentes de caza y
los suicidios, culminó por decisión propia, cuando bebió un vaso de cianuro en el Hospital de Clínicas de la ciudad de Buenos Aires a los 58 años de edad, tras enterarse de que padecía de cáncer de próstata.3
Una larga frecuentación de personas dedicadas
entre nosotros a escribir cuentos, y alguna experiencia personal al
respecto, me han sugerido más de una vez la sospecha de si no hay,
en el arte de escribir cuentos, algunos trucos de oficio, algunas
recetas de cómodo uso y efecto seguro, y si no podrían ellos ser
formulados para pasatiempo de las muchas personas cuyas ocupaciones
serias no les permiten perfeccionarse en una profesión mal
retribuida por lo general y no siempre bien vista.
Esta frecuentación de los cuentistas, los
comentarios oídos, el haber sido confidente de sus luchas,
inquietudes y desesperanzas, han traído a mi ánimo la convicción de
que, salvo contadas excepciones en que un cuento sale bien sin
recurso alguno, todos los restantes se realizan por medio de recetas
o trucos de procedimiento al alcance de todos, siempre, claro está,
que se conozcan su ubicación y su fin.
Varios amigos me han alentado a emprender
este trabajo, que podríamos llamar de divulgación literaria, si lo
de literario no fuera un término muy avanzado para una anagnosia
elemental.
Un día, pues, emprenderé esta obra
altruista, por cualquiera de sus lados, y piadosa, desde otros
puntos de vista.
Hoy apuntaré algunos de los trucos que me
han parecido hallarse más a flor de ojo. Hubiera sido mi deseo citar
los cuentos nacionales cuyos párrafos extracto más adelante. Otra
vez será. Contentémonos por ahora con exponer tres o cuatro recetas
de las más usuales y seguras, convencidos de que ellas facilitarán
la práctica cómoda y casera de lo que se ha venido a llamar el más
difícil de los géneros literarios.
Comenzaremos por el final. Me he convencido
de que, del mismo modo que en el soneto, el cuento empieza por el
fin. Nada en el mundo parecería más fácil que hallar la frase final
para una historia que, precisamente, acaba de concluir. Nada, sin
embargo, es más difícil.
Encontré una vez a un amigo mío, excelente
cuentista, llorando, de codos sobre un cuento que no podía terminar.
Faltábale sólo la frase final. Pero no la veía, sollozaba, sin
lograr verla así tampoco.
He observado que el llanto sirve por lo
general en literatura para vivir el cuento, al modo ruso; pero no
para escribirlo. Podría asegurarse a ojos cerrados que toda historia
que hace sollozar a su autor al escribirla, admite matemáticamente
esta frase final:
"¡Estaba muerta!"
Por no recordarla a tiempo su autor, hemos
visto fracasar más de un cuento de gran fuerza. El artista muy
sensible debe tener siempre listos, cómo lágrimas en la punta de su
lápiz, los admirativos.
Las frases breves son indispensables para
finalizar los cuentos de emoción recóndita o contenida. Una de ellas
es:
"Nunca volvieron a verse".
Puede ser más contenida aun:
"Sólo ella volvió el rostro".
Y cuando la amargura y un cierto desdén
superior priman en el autor, cabe esta sencilla frase:
"Y así continuaron viviendo".
Otra frase de espíritu semejante a la
anterior, aunque más cortante de estilo:
"Fue lo que hicieron".
Y ésta, por fin, que por demostrar gran
dominio de sí e irónica suficiencia en el género, no recomendaría a
los principiantes:
"El cuento concluye aquí. Lo demás, apenas
si tiene importancia para los personajes".
Esto no obstante, existe un truco para
finalizar un cuento, que no es precisamente final, de gran efecto
siempre y muy grato a los prosistas que escriben también en verso.
Es este el truco del "leitmotiv".
Final: "Allá a lo lejos, tras el negro
páramo calcinado, el fuego apagaba sus últimas llamas..."
Comienzo del cuento: "Silbando entre las
pajas, el fuego invadía el campo, levantando grandes llamaradas. La
criatura dormía..."
De mis muchas y prolijas observaciones, he
deducido que el comienzo del cuento no es, como muchos desean
creerlo, una tarea elemental. "Todo es comenzar". Nada más cierto,
pero hay que hacerlo. Para comenzar se necesita, en el noventa y
nueve por ciento de los casos, saber a dónde se va. "La primera
palabra de un cuento -se ha dicho- debe ya estar escrita con miras
al final".
De acuerdo con este canon, he notado que el
comienzo exabrupto, como si ya el lector conociera parte de la
historia que le vamos a narrar, proporciona al cuento insólito
vigor. Y he notado asimismo que la iniciación con oraciones
complementarias favorece grandemente estos comienzos. Un ejemplo:
"Como Elena no estaba dispuesta a
concederlo, él, después de observarla fríamente, fue a coger su
sombrero. Ella, por todo comentario, se encogió de hombros".
Yo tuve siempre la impresión de que un
cuento comenzado así tiene grandes posibilidades de triunfar. ¿Quién
era Elena? Y él, ¿cómo se llamaba? ¿Qué cosa no le concedió Elena?
¿Qué motivos tenía él para pedírselo? ¿Y por qué observó fríamente a
Elena, en vez de hacerlo furiosamente, como era lógico de esperar?
Véase todo lo que del cuento se ignora.
Nadie lo sabe. Pero la atención del lector ya ha sido cogida por
sorpresa, y esto constituye un desiderátum, en el arte de contar.
He anotado algunas variantes a este truco
de las frases secundarias. De óptimo efecto suele ser el comienzo
condicional:
"De haberla conocido a tiempo, el diputado
hubiera ganado un saludo, y la reelección. Pero perdió ambas cosas".
A semejanza del ejemplo anterior, nada
sabemos de estos personajes presentados como ya conocidos nuestros,
ni de quién fuera tan influyente dama a quien el diputado no
reconoció. El truco del interés está, precisamente, en ello.
"Como acababa de llover, el agua goteaba
aún por los cristales. Y el seguir las líneas con el dedo fue la
diversión mayor que desde su matrimonio hubiera tenido la recién
casada".
Nadie supone que la luna de miel pueda
mostrarse tan parca de dulzura al punto de hallarla por fin a lo
largo de un vidrio en una tarde de lluvia.
De estas pequeñas diabluras está
constituido el arte de contar. En un tiempo se acudió a menudo, como
a un procedimiento eficacísimo, al comienzo del cuento en diálogo.
Hoy el misterio del diálogo se ha desvanecido del todo. Tal vez dos
o tres frases agudas arrastren todavía; pero si pasan de cuatro el
lector salta en seguida. "No cansar". Tal es, a mi modo de ver, el
apotegma inicial del perfecto cuentista. El tiempo es demasiado
breve en esta miserable vida para perdérselo de un modo más
miserable aún.
De acuerdo con mis impresiones tomadas aquí
y allá, deduzco que el truco más eficaz (o eficiente, como se dice
en la Escuela Normal), se lo halla en el uso de dos viejas fórmulas
abandonadas, y a las que en un tiempo, sin embargo, se entregaron
con toda su buena fe los viejos cuentistas. Ellas son:
"Era una hermosa noche de primavera" y
"Había una vez..."
¿Qué intriga nos anuncian estos comienzos?
¿Qué evocaciones más insípidas, a fuerza de ingenuas, que las que
despiertan estas dos sencillas y calmas frases? Nada en nuestro
interior se violenta con ellas. Nada prometen ni nada sugieren a
nuestro instinto adivinatorio. Puédese, sin embargo, confiar en su
éxito... si el resto vale. Después de meditarlo mucho, no he hallado
a ambas recetas más que un inconveniente: el de despertar
terriblemente la malicia de los cultores del cuento. Esta malicia
profesional es la misma con que se acogería el anuncio de un hombre
al que se dispusiera a revelar la belleza de una dama vulgarmente
encubierta: "¡Cuidado! ¡Es hermosísima!"
Existe un truco singular, poco practicado,
y, sin embargo, lleno de frescura cuando se lo usa con mala fe.
Este truco es el del lugar común. Nadie
ignora lo que es en literatura el lugar común. "Pálido como la
muerte" y "Dar la mano derecha por obtener algo" son dos bien
característicos.
Llamamos lugar común de buena fe al que se
comete arrastrado inconscientemente por el más puro sentimiento
artístico; esta pureza de arte que nos lleva a loar en verso el
encanto de las grietas de los ladrillos del andén de la estación del
pueblecito de Cucullú, y la impresión sufrida por estos mismos
ladrillos el día que la novia de nuestro amigo, a la que sólo
conocíamos de vista, por casualidad los pisó.
Esta es la buena fe. La mala fe se reconoce
en la falta de correlación entre la frase hecha y el sentimiento o
circunstancia que la inspiran.
Ponerse pálido como la muerte ante el
cadáver de la novia es un lugar común. Deja de serlo cuando al ver
perfectamente viva a la novia de nuestro amigo, palidecemos hasta la
muerte.
"Yo insistía en quitarle el lodo de los
zapatos. Ella, riendo, se negaba. Y, con un breve saludo, saltó al
tren, enfangada hasta el tobillo. Era la primera vez que yo la veía;
no me había seducido, ni interesado, ni he vuelto más a verla. Pero
lo que ella ignora es que, en aquel momento, yo hubiera dado con
gusto la mano derecha por quitarle el barro de los zapatos".
Es natural y propio de un varón perder su
mano por un amor, una vida o un beso. No lo es ya tanto darla por
ver de cerca los zapatos de una desconocida. Sorprende la frase
fuera de su ubicación psicológica habitual; y aquí está la mala fe.
El tiempo es breve. No son pocos los
trucos que quedan por examinar. Creo firmemente que si añadimos a
los ya estudiados el truco de la contraposición de adjetivos, el del
color local, el truco de las ciencias técnicas, el del estilista
sobrio, el del folklore, y algunos más que no escapan a la malicia
de los colegas, facilitarán todos ellos en gran medida la confección
casera, rápida y sin fallas, de nuestros mejores cuentos
nacionales...
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